La doctrina de Dios

La creación

Explicación

Dios reveló en las Escrituras el relato auténtico e histórico de su actividad creadora. El Señor creó el universo y, en una creación reciente de seis días, hizo “los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay”, y reposó en el séptimo día. De ese modo, estableció el sábado como un monumento perpetuo conmemorativo de la obra que llevó a cabo y completó durante seis días literales que, junto con el sábado, constituyeron la misma unidad de tiempo que hoy llamamos semana. Dios hizo al primer hombre y a la primera mujer a su imagen, como corona de la Creación, y les dio dominio sobre el mundo y la responsabilidad de cuidar de él. Cuando el mundo quedó terminado, era “bueno en gran manera”, proclamando la gloria de Dios (Gén. 1; 2; 5; 11; Éxo. 20:8‑11; Sal. 19:1‑6; 33:6, 9; 104; Isa. 45:12, 18; Hech. 17:24; Col. 1:16; Heb. 1:2; 11:3; Apoc. 10:6; 14:7).

EL RELATO BÍBLICO ES SENCILLO. Ante el mandato creador de Dios, “los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay” (Éxo. 20:11) apa­recieron en forma instantánea. En solo seis días, la Tierra fue transformada de “desordenada y vacía” hasta llegar a ser un verdoso planeta rebosante de criaturas y plantas completamente desarrolladas. Nuestro mundo estaba adornado de colores claros, puros y brillantes, y de encantadoras formas y fragancias, combinadas con un gusto exquisito. Todo mostraba exactitud en sus detalles y funciones.
Luego, Dios “reposó”, haciendo una pausa para celebrar su obra y gozar de ella. Para siempre, la belleza y la majestad de esos seis días sería recordada debido a que él se detuvo. Dediquemos una rápida mirada al comienzo de todo.
“En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gén. 1:1). La Tierra estaba envuelta en agua y oscuridad. En el primer día, Dios separó la luz de la oscuridad, y llamó a la parte luminosa “día”; y a la oscuridad, “noche”.
En el segundo día, Dios “separó las aguas”, haciendo división entre la atmósfera y el agua que estaba sobre la superficie de la Tierra, produciendo así condiciones apropiadas para la vida. El tercer día, Dios juntó las aguas en un lugar, estableciendo así la tierra seca y el mar. Luego Dios vistió de verdor las costas, las colinas y los valles desnudos. “Produjo pues, la tierra hierba verde, hierba que da semilla según su naturaleza, y árbol que da fruto, cuya semilla está en él, según su género” (Gén. 1:12).
El cuarto día, Dios estableció el Sol, la Luna y las estrellas para que sirvieran “de señales para las estaciones, para días y años”. El Sol debía gobernar durante el día; y la luna, durante la noche (Gén. 1:14‑16).
Dios creó a las aves y los peces en el quinto día. Los creó “según su especie” (Gén. 1:21), lo que indica que sus criaturas habían de reproducirse en forma consecuente según sus propias especies.
El sexto día, Dios hizo las formas superiores de la vida animal. Dijo: “Produzca la tierra seres vivientes según su género, bestias y serpientes y animales de la tierra según su especie” (Gén. 1:24).
Luego, en el acto cumbre de la Creación, Dios hizo al hombre “a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Gén. 1:27). “Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (Gén. 1:31).
La palabra creadora de Dios
“Por la palabra de Jeho­vá –escribió el salmista– fueron hechos los cielos, y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca” (Sal. 33:6).
¿Cómo actúa esta palabra creadora?

La palabra creadora y la materia preexistente. Las palabras del Génesis: “Y dijo Dios” introducen el mandato dinámico divino responsable de los acontecimientos majestuosos que ocurrieron en los seis días de la Creación (Gén. 1:3, 6, 9, 11, 14, 20, 24). Cada orden venía cargada con la energía creadora que transformó este planeta “desordenado y vacío” en un paraíso. “Porque él dijo, y fue hecho; él mandó, y existió” (Sal. 33:9). En verdad, “entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios” (Heb. 11:3).
Esta palabra creadora no dependía de la materia preexistente (ex‑nihilo): “Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía” (Heb. 11:3). Ocasionalmente Dios usó materia preexistente: Adán y las bestias fueron formados de la tierra, y Eva fue hecha a partir de una costilla de Adán (Gén. 2:7, 19, 22); en última instancia, Dios creó también la materia.
El relato de la Creación
Se han levantado muchas preguntas acerca del relato de la Creación que aparece en Génesis. ¿Se contradicen las dos narraciones de la Creación que figuran en el primer libro de la Biblia (Gén. 1, 2) o son consecuentes? ¿Son literales los días de la Creación o representan largos períodos? ¿Fueron creados los cielos, el Sol, la Luna y aun las estrellas hace tan solo unos seis mil años?

El relato de la Creación. Los dos informes de la Creación que aparecen en la Biblia, uno en Génesis 1:1 a 2:3, y el otro en Génesis 2:4 al 25, armonizan entre sí.
La primera narración relata en orden cronológico la creación de todas las cosas. La segunda comienza con las palabras: “Estos son los orígenes…”, una expresión equivalente a otras que en Génesis introducen la historia de una familia (ver Gén. 5:1; 6:9; 10:1). Esta narración describe el lugar que ocupó la humanidad en la Creación. No es estrictamente cronológica, pero revela que todo sirvió con el fin de preparar el ambiente para los humanos.1 Provee más detalles que la primera acerca de la creación de Adán y Eva, y del ambiente que Dios proveyó en el Jardín del Edén. Además, nos informa acerca de la naturaleza de la humanidad y del gobierno divino. La única manera en que estos dos relatos de la Creación armonizan con el resto de la Escritura es si se los acepta como literales e históricos.

Los días de la Creación. Los días de la Creación bíblica significan períodos literales de 24 horas. La expresión “la tarde y la mañana” (Gén. 1:5, 8, 13, 19, 23, 31), típica de la forma en que el pueblo de Dios del Antiguo Testamento medía el tiempo, especifica días individuales que comenzaban al atardecer, es decir a la puesta del sol (ver Lev. 23:32; Deut. 16:6). No hay justificación para decir que esta expresión significaba un día literal en Levítico, por ejemplo, y miles de millones de años en el Génesis.
La palabra hebrea que se traduce como “día” en Génesis 1 es yom. Cuando la palabra yom va acompañada de un número específico, siempre significa un día literal de 24 horas (por ejemplo en Gén. 7:11; Éxo. 16:1); esto constituye una indicación más de que el relato de la Creación habla de días literales de 24 horas.
Los Diez Mandamientos ofrecen otra evidencia de que el relato de la Creación del Génesis involucra días literales. En el cuarto Mandamiento, Dios dice: “Acuérdate del día de reposo para santificarlo. Seis días trabajarás, y harás toda tu obra; mas el séptimo día es reposo para Jeho­vá tu Dios; no hagas en él obra alguna […] porque en seis días hizo Jeho­vá los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jeho­vá bendijo el día de reposo y lo santificó” (Éxo. 20:8‑11).
En forma sucinta, Dios repite la historia de la Creación. Cada día (yom) estuvo lleno de actividad creadora, y luego el sábado constituyó el punto culminante de la semana de la Creación. El día sábado de 24 horas, por lo tanto, conmemora una semana literal de creación. El cuarto Mandamiento no tendría ningún significado si cada día representara largas épocas.2
Así: “El ciclo semanal de siete días literales, seis para trabajar y el séptimo para descansar, preservado y transmitido mediante la historia bíblica, tuvo su origen en los grandes acontecimientos de los primeros siete días”.3
Los que citan 2 Pedro 3:8: “Para con el Señor un día es como mil años” procurando así probar que los días de la Creación no eran días literales de 24 horas, pasan por alto el hecho de que el mismo versículo termina diciendo que “mil años” son “como un día”. Los que consideran que los días de la Creación representan miles de años, o enormes períodos indefinidos de millones o aun miles de millones de años, niegan la validez de la Palabra de Dios. “Pero la suposición de que los acontecimientos de la primera semana requirieron miles y miles de años ataca directamente los fundamentos del cuarto Mandamiento. […] Es incredulidad en la forma más insidiosa y, por lo tanto, más peligrosa; su verdadero carácter está disfrazado de tal manera que la sostienen y enseñan muchos que dicen creer en la Sagrada Escritura”.4

¿Qué son “los cielos”? Algunas personas se sienten confusas, y con cierta razón, por los versículos que dicen que Dios creó “los cielos y la tierra” (Gén. 1:1; ver 2:1; Éxo. 20:11), y que hizo el Sol, la Luna y las estrellas en el cuarto día de la semana de la Creación, hace seis mil años (Gén. 1:14‑19).
¿Fueron llamados a la existencia en ese momento todos los cuerpos celestes?
La semana de la Creación no incluyó el cielo en el cual Dios ha morado desde la eternidad. Los “cielos” de Génesis 1 y 2 probablemente se refieran a nuestro sistema solar.
En verdad, este mundo, en vez de ser la primera creación de Cristo, lo más probable es que haya sido su última obra. La Biblia describe a los hijos de Dios, probablemente los Adanes de todos los mundos no caídos (Job 1:6‑12). Hasta este momento, las exploraciones espaciales no han descubierto ningún otro planeta habitado. Aparentemente están situados en la vastedad del espacio, más allá del alcance de nuestro sistema solar contaminado por el pecado, y en cuarentena para prevenir la infección del mal.
El Dios de la Creación
¿Qué clase de Dios es nuestro Creador? ¿Se interesa una Persona infinita como él en nosotros, minúsculos átomos de vida en un distante rincón de su universo? ¿Se dedicó Dios a cosas mayores y más interesantes después de haber creado el mundo?

Un Dios responsable. El relato bíblico de la Creación comienza con Dios y pasa a los seres humanos. Implica que al crear los cielos y la Tierra, Dios estaba preparando el ambiente perfecto para la raza humana. Los seres humanos, varón y hembra, constituyeron su gloriosa obra maestra.
El relato revela que Dios es un planificador cuidadoso que se preocupa por el bienestar de su Creación. Plantó un jardín para que fuese su hogar especial, y les dio la responsabilidad de cultivarlo. Creó a los seres humanos con el fin de que tuviesen una relación con él. Esta relación no debía ser forzada, antinatural; los creó con libertad de elección y la capacidad de amarlo y servirlo.

¿Quién fue el Dios creador? En el acto creador, los tres miembros de la Deidad estuvieron involucrados (Gén. 1:2, 26). El agente activo, sin embargo, era el Hijo de Dios, el Cristo preexistente. En el prólogo del relato de la Creación, Moisés escribió: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. Al recordar estas palabras, Juan especificó el papel que le tocó desempeñar a Cristo en la Creación: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. […] todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Juan 1:1‑3). Más adelante, en el mismo pasaje, Juan deja muy en claro acerca de quién está escribiendo: el Verbo es Jesús. “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:14). Jesús es el Creador, el que por su Palabra trajo la Tierra a la existencia (ver también Efe. 3:9; Heb. 1:2).

Un despliegue del amor de Dios. ¡Cuán profundo es el amor divino! Cuando Cristo, con amoroso cuidado se arrodilló junto a Adán, dándole forma a la mano de este primer hombre, supo que manos humanas algún día lo maltratarían y por último lo clavarían a la cruz. En un sentido, la Creación y la Cruz se unen, por cuanto Cristo el Creador fue muerto desde la fundación del mundo (Apoc. 13:8). Su presciencia divina5 no lo detuvo. Bajo la ominosa nube del Calvario, Cristo sopló en la nariz de Adán el aliento de vida, sabiendo que este acto creador lo privaría a él mismo de su propio aliento de vida. El amor incomprensible es la base de la Creación.
El propósito de la Creación
El amor provee el motivo de todo lo que Dios hace, por cuanto él mismo es amor (1 Juan 4:8). Nos creó, no solo para que pudiésemos amarlo, sino con el fin de que él también pudiese amarnos. Su amor lo llevó a compartir en la Creación uno de los mayores dones que él pudiese conferir: la existencia. ¿Ha indicado entonces la Biblia con qué propósito existen el universo y sus habitantes?

Para revelar la gloria de Dios. A través de sus obras creadas, Dios revela su gloria: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día emite palabra a otro día, y una noche a otra noche declara sabiduría. No hay lenguaje, ni palabras, ni es oída su voz. Por toda la tierra salió su voz, y hasta el extremo del mundo sus palabras” (Sal. 19:1‑4).
¿Qué propósito tiene este despliegue de la gloria de Dios? La naturaleza funciona como testigo de Dios. Es su intención que sus obras creadas atraigan a los individuos hacia él. Pablo declara: “Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y Deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Rom. 1:20).
Al ser nosotros atraídos a Dios por medio de la naturaleza, aprendemos más acerca de sus cualidades, que pueden ser incorporadas en nuestra propia vida. Y, al reflejar el carácter de Dios, le damos gloria, cumpliendo así el propósito para el cual fuimos creados.

Para poblar el mundo. El Creador no deseaba que la Tierra fuese un planeta solitario y vacío; debía ser habitado (Isa. 45:8). Cuando el hombre sintió la necesidad de tener compañía, entonces Dios creó a la mujer (Gén. 2:20; 1 Cor. 11:9). Así estableció la institución del matrimonio (Gén. 2:22‑25). El Creador no solo le dio a la primera pareja el dominio sobre este mundo nuevamente creado, sino también, al pronunciar las palabras “fructificad y multiplicaos” (Gén. 1:28), les concedió el privilegio de participar en su Creación.
El significado de la Creación
Hombres y mujeres de cada generación se han visto tentados a ignorar la doctrina de la Creación. “¿A quien le importa cómo Dios creó el mundo?”, dicen. “Lo que necesitamos saber es cómo llegar al cielo”. Sin embargo, la doctrina de una Creación divina forma “el fundamento indispensable de la teología bíblica y cristiana”.6 Buen número de conceptos bíblicos fundamentales se hallan arraigados en la Creación divina.7 De hecho, el conocimiento de cómo Dios creó “los cielos y la tierra” puede, en última instancia, ayudarnos a encontrar el camino a los nuevos cielos y la nueva Tierra a los que se refiere Juan el revelador. ¿Cuáles son, entonces, algunas de las implicaciones que tiene la doctrina de la Creación?

El antídoto de la idolatría. El hecho de que Dios es el Creador lo distingue de todos los otros dioses (1 Cor. 16:24‑27; Sal. 96:5, 6; Isa. 40:18‑26; 42:5‑9; 44). Debemos adorar al Dios que nos hizo, y no a los dioses que nosotros hemos hecho. Por ser nuestro Creador, Dios merece nuestra lealtad absoluta. Cualquier relación que estorbe esta lealtad es idolatría, y está sujeta al juicio divino. De este modo, nuestra fidelidad al Creador es un asunto de vida o muerte.

El fundamento de la verdadera adoración. Nuestro culto a Dios se basa en el hecho de que él es nuestro Creador; y nosotros, sus criaturas (Sal. 95:6). La importancia de este tema está indicada por su inclusión en el llamado que se extiende a los habitantes del mundo justamente antes del retorno de Cristo, instándolos a adorar “a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas” (Apoc. 14:7).

El sábado, un monumento a la Creación. Dios estableció el séptimo día sábado con el fin de que tuviésemos un recordatorio perpetuo del hecho de que somos criaturas de sus manos. El sábado fue un don de gracia, que no expresa lo que nosotros hayamos hecho sino lo que Dios hizo. El Creador bendijo especialmente este día y lo santificó, para que nunca nos olvidáramos de que la vida incluye, además del trabajo, la comunión con el Creador, el descanso y la celebración de las maravillosas obras de la creación de Dios (Gén. 2:2, 3). Con el fin de recalcar su importancia, el Creador colocó en el centro de la Ley moral el mandato de recordar este sagrado monumento a su poder creativo, como una señal eterna y un símbolo de la Creación (Éxo. 20:8‑11; 31:13‑17; Eze. 20:20; ver el cap. 20 de esta obra).

El matrimonio, una institución divina. El registro bíblico de la semana de la creación Concluye con la creación, por parte de Dios, del hombre y la mujer, la fundación del matrimonio y la institución del día sábado. Al establecer el matrimonio como una institución divina, Dios se propuso que esta unión sagrada entre dos individuos fuera indisoluble: El hombre “se unirá a su mujer”, y deben llegar a ser “una sola carne” (Gén. 2:24; ver también Mar 10:9; y el cap. 23 de esta obra).

La base de la verdadera estima propia. El relato de la Creación declara que fuimos hechos a imagen de Dios. La comprensión de este hecho provee un verdadero concepto de cuánto vale el individuo. No deja lugar para sentimientos de inferioridad. De hecho, se nos ha reservado un lugar único en la Creación, con el privilegio especial de mantener comunicación constante con el Creador, y la oportunidad de llegar a ser cada vez más parecidos a él.

La base del verdadero compañerismo. La dignidad creadora de Dios establece su paternidad (Mal. 2:10) y revela la hermandad de todos los seres humanos. Él es nuestro Padre; nosotros somos sus hijos. No importa el sexo, la raza, la educación o la posición, todos han sido creados a imagen de Dios. Si se comprendiera y se aplicara este concepto, se eliminaría el racismo, la intolerancia y cualquier otra forma de discriminación.

Mayordomía personal. Por cuanto Dios nos creó, somos su propiedad. Este hecho implica que tenemos la sagrada responsabilidad de ser fieles mayordomos de nuestras facultades físicas, mentales y espirituales. Actuar en forma completamente independiente del Creador constituye la máxima expresión de la ingratitud (ver el cap. 21 de esta obra).

Responsabilidad por el ambiente. En la Creación, Dios colocó a la primera pareja en un jardín (Gén. 2:8). Ellos debían cultivar la tierra y “señorear” sobre toda la Creación animal (Gén. 1:28). Esto indica que tenemos la responsabilidad, divinamente asignada, de preservar la calidad de nuestro ambiente.
La dignidad del trabajo manual. El Creador le dio instrucciones a Adán para que “labrara” y “guardase” el huerto del Edén (Gén. 2:15). El hecho de que Dios mismo le asignara a la humanidad esta ocupación útil en un mundo perfecto revela la dignidad del trabajo manual.

El valor del universo físico. Después de cada paso de la Creación, Dios declaró que lo que había hecho era “bueno” (Gén. 1:10, 12, 17, 21, 25), y cuando terminó su obra creadora afirmó que el conjunto “era bueno en gran manera” (Gén. 1:31). Así pues, la materia creada no es intrínsecamente mala, sino buena.

El remedio para el pesimismo, la soledad y una vida sin sentido. El relato de la Creación revela que, en vez de llegar a la existencia por evolución ciega, todo fue creado con un propósito. La raza humana fue destinada a gozar de una relación eterna con el Creador. Si comprendemos que fuimos creados con una razón específica, la vida se convierte en algo lleno de riqueza y significado, y se desvanece el doloroso vacío y descontento que tantos expresan, siendo reemplazado por el amor de Dios.

La santidad de la Ley de Dios. La Ley de Dios existía antes de la Caída. Tanto antes como después de la Caída, los seres humanos estaban sujetos a ella. “La Ley de Dios es tan santa como él mismo. Es la revelación de su voluntad, el reflejo de su carácter, y la expresión de su amor y su sabiduría. La armonía de la Creación depende del perfecto acuerdo de todos los seres y las cosas, animadas e inanimadas, con la Ley del Creador”.8 La Ley servía para protegerlos contra la autodestrucción, para revelarles los límites de la libertad (Gén. 2:17), y para salvaguardar la felicidad y la paz de los súbditos del Reino de Dios (Gén. 3:22‑24; ver el cap. 19 de esta obra).

El carácter sagrado de la vida. El Creador de la vida continúa tomando parte activa en la formación de la vida humana, haciendo de este modo que la vida sea sagrada. David alaba a Dios por haberse involucrado en su na­cimiento: “Tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre. Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras […]. No fue encubierto de ti mi cuerpo, bien que en oculto fui formado, y entretejido en lo más profundo de la tierra. Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas” (Sal. 139:13‑16). En Isaías, el Señor se identifica como el “que te formó desde el vientre” (Isa. 44:24). Por cuanto la vida es un don de Dios, debemos respetarla; de hecho, tenemos el deber moral de preservarla.
La obra creadora de Dios continúa
¿Ha terminado Dios su Creación? El relato de la Creación termina con la siguiente declaración: “Fueron, pues, acabados los cielos y la tierra, y todo el ejército de ellos” (Gén. 2:1). El Nuevo Testamento afirma que la Creación de Dios fue completada “desde la fundación del mundo” (Heb. 4:3). ¿Significa esto que la energía creadora de Cristo ya no se halla en actividad? De ninguna manera. La Palabra creadora todavía actúa de diversas maneras.

1. Cristo y su palabra creadora. Cuatro mil años después de la Creación, un centurión le dirigió a Jesús el siguiente ruego: “Solamente di la palabra, y mi criado sanará” (Mat. 8:8). Tal como había hecho en la Creación, Jesús habló, y el siervo fue sanado. A través de todo el ministerio terrenal de Jesús, la misma energía creadora que le concedió vida al cuerpo inerte de Adán levantó a los muertos y renovó las energías de los afligidos que buscaban su ayuda.

2. La palabra creadora en la actualidad. Ni este mundo ni el universo funcionan gracias a ningún poder propio, inherente. El Dios que los creó los preserva y los sostiene. “Él es quien cubre de nubes los cielos, que prepara la lluvia para la tierra, el que hace a los montes producir hierba. Él da a la bestia su mantenimiento, y a los hijos de los cuervos que claman” (Sal. 147:8, 9; ver Job 26:7‑14). Él sostiene todas las cosas por su palabra, y “todas las cosas en él subsisten” (Col. 1:17; ver Heb. 1:3).
Dependemos de Dios para la función de cada célula de nuestro cuerpo. Cada respiración, cada latido del corazón, cada pestañeo, hablan del cuidado de un amante Creador: “Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos” (Hech. 17:28).
El poder creador de Dios está involucrado no solamente en la Creación, sino también en la Redención y en la Restauración. Dios re‑crea corazones (Isa. 44:21‑28; Sal. 51:10). Pablo afirma: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras” (Efe. 2:10). “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es” (2 Cor. 5:17). Dios, que puso en movimiento las innumerables galaxias por todo el universo, usa ese mismo poder para volver a crear a su propia imagen y semejanza al más degradado pecador.
Este poder redentor y restaurador no se limita a la transformación de vidas humanas. El mismo poder que originalmente creó los cielos y la Tierra, después del Juicio Final los renovará, es decir hará de ellos una nueva y magnífica creación, nuevos cielos y nueva Tierra (Isa. 65:17‑19; Apoc. 21, 22).
La Creación y la Salvación
En Jesucristo, la Creación y la Salvación se encuentran. Él creó un universo majestuoso y un mundo perfecto. Tanto los contrastes como los paralelos que existen entre la Creación y la Salvación son significativos.

La duración de la Creación. En la Creación Cristo mandó, e instantáneamente se cumplió su voluntad. Antes que vastos períodos de metamorfosis, es su poderosa palabra lo que es responsable de la Creación. En seis días creó todas las cosas. Ahora bien, ¿por qué se necesitaron aun estos seis días? ¿No podría él haber hablado una sola vez, y hecho que todas las cosas existieran en un momento?
Es posible que nuestro Dios se deleitara en el desarrollo paulatino de nuestro planeta en esos seis días. Posiblemente este tiempo “extendido” tiene más que ver con el valor que Dios le asigna a cada cosa creada, o con su deseo de establecer la semana de siete días como un modelo para el ciclo de actividad y reposo destinado a la humanidad.
En lo que se refiere a la Salvación, sin embargo, Cristo no se limita a efectuarla con un mandato instantáneo. El proceso de salvar a la humanidad se extiende por milenios. Abarca el Antiguo Pacto y el Nuevo Pacto, la vida de Cristo en este mundo, y sus casi dos mil años posteriores de intercesión celestial. Aquí se presenta un vasto período –según la cronología de la Escritura, unos seis mil años desde la Creación–, a pesar del cual la humanidad todavía no ha sido devuelta al Jardín del Edén.
El contraste entre el tiempo que se requirió para la Creación y el necesario para la Restauración demuestra que las actividades de Dios siempre tienen en cuenta los mejores intereses de la raza humana. La brevedad de la Creación refleja su gran deseo de producir individuos perfectamente desarrollados que pudiesen gozar de su Creación. Demorar la culminación de la Creación, haciéndola depender de un proceso de desarrollo gradual a través de prolongados períodos, habría sido contrario al carácter de un Dios amoroso. El tiempo destinado para la Restauración revela el amante deseo que Dios siente de salvar a tantas personas como sea posible (2 Ped. 3:9).

La obra creadora de Cristo. En el Edén, Cristo pronunció la Palabra creadora. En Belén, “aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:14); de este modo, el Creador llegó a ser parte de la humanidad. ¡Qué gesto incomprensible de condescendencia! Si bien nadie fue testigo de la creación del mundo que realizó Cristo, muchos vieron con sus propios ojos el poder que devolvió la vista a los ciegos (Juan 9:6, 7), el habla a los mudos (Mat. 9:32, 33), la salud a los leprosos (Mat. 8:2, 3) y la vida a los muertos (Juan 11:14‑45).
Cristo vino como el segundo Adán, el nuevo comienzo para la raza humana (Rom. 5). En el Edén, le dio al ser humano el árbol de la vida; a su vez, la humanidad lo colgó de un árbol en el Calvario. En el paraíso, los seres humanos se erguían en su plena estatura a imagen de Dios; en el Calvario, el Hombre Jesús se dejó colgar a imagen de un criminal. Tanto en el viernes de la Creación como en el de la Crucifixión, la expresión “consumado es” hablaba de una obra creadora completada (Gén. 2:2; Juan 19:30). La una, Cristo la cumplió en calidad de Dios; la otra, como Hombre; una, con poder veloz; la otra, en sufrimiento humano; una, por un tiempo; la otra, para toda la eternidad; una, sujeta a la Caída; la otra, obteniendo la victoria sobre Satanás.
Fueron las manos divinas y perfectas de Cristo las que le dieron la vida al primer ser humano; y son las manos de Cristo, heridas y ensangrentadas, las que le conceden vida eterna a la humanidad. Los seres humanos no solo fueron creados; deben también ser re‑creados. Tanto la Creación como la Re‑creación son igualmente la obra de Cristo. Ninguna puede originarse por medio de un desarrollo natural.
Por haber sido creados a imagen de Dios, hemos sido llamados a darle gloria. Como el acto culminante de su Creación, Dios invita a cada uno de nosotros a entrar en comunión con él, buscando cada día el poder regenerador de Cristo a fin de que, para gloria de Dios, podamos reflejar más perfectamente su imagen.
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Referencias
1. L. Berkhof, Systematic Theology [Teología sistemática], 4a ed. (Grand Rapids, Michigan: W. B. Eerdmans, 1941), p. 182.
2. Aun si se considera que cada día de la Creación haya tenido una duración de tan solo mil años, esto produciría problemas. En un esquema tal, el atardecer del sexto “día” –su primer “día” de vida–, Adán habría tenido mucha más edad que la cantidad total de años de vida que le asigna la Biblia (Gén. 5:5). Ver Jemison, Christian Beliefs [Creencias cristianas], pp. 116, 117.
3. White, Exaltad a Jesús (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 1988), p. 46.
4. __________, Patriarcas y profetas, p. 102.
5. Ver el capítulo 4 de este libro.
6. “Creation” [La Creación], SDA Encyclopedia, p. 357.
7. Ibíd.; Arthur J. Ferch, “What Creation Means to Me” [Lo que significa para mí la Creación], Adventist Review [Revista Adventista] (8 de octubre de 1986), pp. 11‑13.
8. White, ibíd., p. 34.

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