La doctrina de Dios

El matrimonio y la familia

Explicación

El matrimonio fue establecido por Dios en el Edén y confirmado por Jesús, para que fuera una unión para toda la vida entre un hombre y una mujer, en amante compañerismo. Para el cristiano, el matrimonio es un compromiso con Dios y con el cónyuge, y debería celebrarse solamente entre un hombre y una mujer que participan de la misma fe. El amor mutuo, el honor, el respeto y la responsabilidad constituyen la estructura de esa relación, que debe reflejar el amor, la santidad, la intimidad y la perdurabilidad de la relación que existe entre Cristo y su iglesia. Con respecto al divorcio, Jesús enseñó que la persona que se divorcia, a menos que sea por causa de relaciones sexuales ilícitas, y se casa con otra persona comete adulterio. Aunque algunas relaciones familiares estén lejos de ser ideales, el hombre y la mujer que se dedican plenamente el uno al otro en matrimonio pueden, en Cristo, lograr una amorosa unidad gracias a la dirección del Espíritu y a la instrucción de la iglesia. Dios bendice a la familia y quiere que sus miembros se ayuden mutuamente hasta alcanzar la plena madurez. Una creciente intimidad familiar es uno de los rasgos característicos del último mensaje evangélico. Los padres deben criar a sus hijos para que amen y obedezcan al Señor. Deben enseñarles, mediante el precepto y el ejemplo, que Cristo es un guía amante, tierno y que se preocupa por sus criaturas, y que quiere que lleguen a ser miembros de su cuerpo, la familia de Dios, que engloba tanto a personas solteras como casadas (Gén. 2:18-25; Éxo. 20:12; Deut. 6:5-9; Prov. 22:6; Mal. 4:5, 6; Mat. 5:31, 32; 19:3-9, 12; Mar. 10:11, 12; Juan 2:1-11; 1 Cor. 7:7, 10, 11; 2 Cor. 6:14; Efe. 5:21-33; 6:1-4).

EL HOGAR ES EL AMBIENTE PRIMARIO para la restauración de la imagen de Dios en los seres humanos. Dentro de la familia, el padre, la madre y los hijos pueden expresarse libremente, y suplir sus necesidades mutuas en lo que se refiere a pertenecer a un grupo social, al amor y a la intimidad. Aquí se establece la identidad y se desarrollan los sentimientos de valía personal. El hogar es también el lugar en el que, por la gracia de Dios, se practican los principios del verdadero cristianismo, y sus valores se transmiten de una generación a la siguiente.
La familia puede ser un lugar en el cual reine gran felicidad. Por otra parte, también puede ser la escena de terrible sufrimiento. La vida familiar armoniosa demuestra la verdadera aplicación de los principios del cristianismo y revela el carácter de Dios. Desgraciadamente, la manifestación de estas características es sumamente rara en los hogares modernos. En vez de ella, muchas familias demuestran los pensamientos e intenciones del corazón humano egoísta: peleas, rebeliones, rivalidades, ira, actitudes impropias y aun crueldad. Sin embargo, estas características eran ajenas al plan original de Dios. Jesús dijo: “Al principio no fue así” (Mat. 19:8).
Desde el comienzo
El sábado y el matrimonio son dos de los dones originales que Dios le concedió a la familia humana. Fueron dados con el fin de proveer el gozo del reposo y de pertenencia, sin limitaciones de tiempo, lugar o cultura. Con el establecimiento de estas dos instituciones, el plan de Dios de la creación de este mundo llegó a su conclusión. Fueron su toque final, lo mejor de los exce­len­tes dones que le dio a la humanidad en la creación. Al establecer el sábado, Dios les concedió a los seres humanos un tiempo de reposo y renovación, una ocasión para gozar de comunión con él. Al crear la primera familia, estableció la unidad social básica para la humanidad, dándole un sentido de pertenencia, y proveyendo una oportunidad para que sus miembros se desarrollasen como individuos completos en el servicio a Dios y a la humanidad.

El varón y la mujer hechos a imagen de Dios. En Génesis 1:26 y 27, se describe la forma en que Dios creó a los seres humanos que habitarían este mundo: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza […] Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó”. El término hombre se usa aquí (tanto en hebreo como en español) en el sentido genérico, tal como sucede más de quinientas veces en otros lugares del Antiguo Testamento. Este término incluye tanto al varón como a la mujer. El texto deja en claro que no se trataba de que el varón fuese creado a la imagen de Dios, y la mujer a la imagen del varón.1 Por el contrario, ambos fueron hechos a la imagen de Dios.
Tal como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son Dios, el varón y la mujer juntos comprenden el “hombre”. Y a semejanza de la Trinidad, si bien el hombre y la mujer han de ser uno en unidad, no son la misma cosa en lo que se refiere a su función. Son iguales en su ser y su valía, pero no son idénticos en persona (ver Juan 10:30; 1 Cor. 11:3). Sus rasgos físicos se complementan y sus funciones cooperan mutuamente.
Ambos géneros son buenos (Gén. 1:31), y también lo son sus papeles diferentes. La familia y el hogar están fundados sobre la realidad de la diferenciación sexual. Dios podría haber propagado la vida en el mundo sin crear varón y hembra, como se demuestra en la reproducción asexual de ciertas formas de vida animal. Pero Dios creó “dos individuos idénticos en la forma y las características generales, pero cada uno de los cuales contenía en sí mismo algo que en el otro faltaba, y necesitaba complementación”.2 Un mundo hecho exclusivamente de miembros de cualquiera de los dos sexos no estaría completo. La verdadera satisfacción puede existir únicamente en una sociedad que envuelve miembros tanto masculinos como femeninos. Aquí no se cuestiona la igualdad, por cuanto ambos son esenciales.
Durante su primer día, Adán, el primogénito y, por lo tanto, la cabeza de la raza humana,3 se dio cuenta de que no había otro ser como él. “Mas para Adán no se halló ayuda idónea para él” (Gén. 2:20). Dios ya lo sabía, pues había dicho: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él” (Gén. 2:18).
La palabra hebrea neged, que aquí se traduce “idónea”, es un sustantivo que está relacionado con la preposición que significa estar “delante, frente a, opuesto a, correspondiente a” alguien o algo. En este caso, la persona que había de estar frente a Adán, y debía complementarlo y corresponder a él como su contraparte. Así pues, “Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras este dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jeho­vá Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre” (Gén. 2:21, 22).4
Al despertar, Adán reconoció en seguida la relación estrecha e íntima que este acto específico de creación haría posible. Exclamó: “Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada” (Gén. 2:23; ver también 1 Cor. 11:8).

El matrimonio. De la diversidad del varón y de la mujer, Dios produjo orden y unidad. Ese primer viernes de la historia, el Creador celebró el primer matrimonio, uniendo a esas dos personas que eran el epítome de su imagen, para hacer de ellas una. Y desde entonces, el matrimonio ha constituido el fundamento de la familia y de la sociedad.
La Escritura describe el matrimonio como un acto decisivo que comprende tanto una unión como una desvinculación. Según la disposición divina, “dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Gén. 2:24).

1. El abandono de relaciones anteriores. Para la relación matrimonial, es vital que se dejen atrás las relaciones primarias anteriores. La relación del matrimonio debe tener primacía sobre la relación existente entre padres e hijos. En este sentido, el acto de “dejar” nuestra relación con nuestros padres, nos permite “unirnos” el uno al otro. Sin este proceso, no existe un fundamento firme para el matrimonio.

2. La unión. El término hebreo que se traduce como “unión” viene de una palabra que significa “pegar, asegurar, unir, aferrarse a algo”. Como sustantivo, incluso se lo puede usar para designar el acto de soldar o unir metales (Isa. 41:7). La unión íntima y la fortaleza que se obtienen de esta técnica ilustran la naturaleza de la unión que debe existir en el matrimonio. Cualquier intento de quebrantar esta unión produce heridas en los individuos unidos de forma tan íntima. El que este vínculo humano sea estrechísimo también se enfatiza por el hecho de que el mismo verbo se usa para expresar el vínculo que debe existir entre Dios y su pueblo: “A Jeho­vá tu Dios temerás, a él servirás, a él te adherirás, y solamente en su nombre jurarás” (Deut. 10:20, VM).

3. Un pacto. En la Escritura, este compromiso por el cual se unen los individuos en matrimonio está descrito como un “pacto”, término que se usa para describir el acuerdo más solemne y obligatorio que aparezca en la Palabra de Dios (Mal. 2:14; Prov. 2:16, 17). La relación que existe entre el esposo y la esposa debe modelarse de acuerdo con el pacto eterno que Dios ha celebrado con su pueblo, la iglesia (Efe. 5:21-33). Su compromiso mutuo debe exhibir la fidelidad y perseverancia que caracterizan el pacto de Dios (Sal. 89:34; Lam. 3:23).
Dios, la familia y los amigos de la pareja, así como la comunidad, son testigos del pacto que los integrantes de esa pareja realizan entre sí. Ese pacto es ratificado en el cielo. “Por lo tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Mat. 19:6). La pareja cristiana comprende que, al contraer matrimonio, han pactado ser fieles el uno al otro por el resto de su vida.5

4. Una sola carne. El acto de dejar la relación con los padres y hacer un pacto de unión resulta en un vínculo que es un misterio. He aquí la unidad en su sentido más completo: la pareja camina unida, unida enfrenta la vida y comparte una intimidad profunda. En el comienzo, esto se refiere a la unión física del matrimonio. Pero, más allá de eso, también se refiere al íntimo vínculo de la mente y las emociones, que constituye el fundamento del aspecto físico de la relación.

a. Caminando unidos. Refiriéndose a su relación con su pueblo, Dios pregunta: “¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?” (Amós 3:3). También es apropiado hacer esta pregunta en el caso de los que se proponen llegar a ser una sola carne en el matrimonio. Dios instruyó a los israelitas que no debían contraer matrimonio con individuos de las naciones vecinas, “porque desviará a tu hijo de en pos de mí, y servirán a dioses ajenos” (Deut. 7:4; ver también Jos. 23:11-13). Siempre que los israelitas ignoraron estas instrucciones, acarrearon consecuencias desastrosas (Juec. 14-16; 1 Rey. 11:1-10; Esd. 9; 10).
Pablo reiteró este principio en términos amplios: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incré­du­lo? ¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois el templo del Dios viviente” (2 Cor. 6:14‑16; ver también los vers. 17, 18).
Es claro que la Escritura enseña que los creyentes deben casarse únicamente con otros creyentes. Pero el principio se extiende aún más allá de esto. La verdadera unidad demanda la comunidad de creencias y prácticas. Las diferencias en experiencia religiosa conducen a diferencias en el estilo de vida, las cuales pueden crear profundas tensiones y rupturas en el matrimonio. Por esta razón, y con el fin de lograr la unidad que la Escritura requiere, los cristianos deben casarse úni­camente con miembros de su propia comunión.6

b. Unidos frente a la vida. Para llegar a ser una carne, ambos cónyuges deben ser completamente leales el uno al otro. Cuando alguien se casa, lo arriesga todo y acepta todo lo que venga con su compañero. Los que se casan proclaman su intención de compartir las responsabilidades de su cónyuge y de enfrentar juntos cualquier cosa. El matrimonio requiere un amor activo, que nunca se echa hacia atrás.
“Dos personas comparten todo lo que poseen; no solo sus cuerpos y sus posesiones materiales, sino también sus pensamientos y sentimientos, su gozo y sufrimiento, sus esperanzas y temores, sus éxitos y fracasos. Llegar a ser una carne significa que dos personas llegan a ser completamente una en cuerpo, alma y espíritu, y sin embargo, permanecen siendo dos individuos diferentes”.7

c. La intimidad. El proceso de llegar a ser una carne incluye la unión sexual: “Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió” (Gén. 4:1). En el intenso deseo que sienten de unirse, un deseo que hombres y mujeres han sentido desde los días de Adán y Eva, cada pareja vuelve a representar la primera historia de amor. El acto de intimidad sexual es lo más cercano que se puede llegar a una unión física; y repre­sen­ta la unificación que la pareja puede conocer también en el sentido emocional y espiritual. El amor matrimonial cristiano debe caracterizarse por la calidez, el gozo y el deleite (Prov. 5:18, 19).
“Honroso sea en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla” (Heb. 13:4). “Las Escrituras nos enseñan claramente que la gozosa expresión sexual del amor entre el esposo y la esposa es un plan divino. Es tal como lo enfatiza el autor de Hebreos: sin mancilla, es decir, exento de pecado, no contaminado. Es un lugar de gran honor en el matrimonio, el lugar santísimo de la relación, donde el esposo y la esposa se encuentran privadamente para celebrar su amor mutuo. Es una ocasión destinada a ser santa e intensamente placentera”.8

5. El amor bíblico. El amor marital es una devoción mutua incondicional, afectuosa e íntima, que promueve el crecimiento de ambos a imagen de Dios en todos los aspectos de la persona: físico, emocional, intelectual y espiritual. En el matrimonio actúan diferentes tipos de amor; tiene momentos románticos apasionados; otros son profundamente sentimentales; también hay momentos de comodidad en la compañía del cónyuge; momentos de compañerismo y de un sentido de pertenencia mutua. Más que todo esto, el amor marital es el amor agápē que se describe en el Nuevo Testamento –el amor abnegado, orientado enteramente hacia el prójimo–, lo que comprende el fundamento del verdadero amor en el matrimonio.
Jesús manifestó la forma más elevada de esta clase de amor cuando, habiendo aceptado la culpabilidad y las consecuencias de nuestros pecados, consintió en su propia muerte en la cruz. “Como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Juan 13:1). Nos amó a pesar del fin al cual lo llevaron nuestros pecados. En esto consiste el agápē –­el amor incondicional– de Jesucristo.
Al describir este amor, Pablo dijo: “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser” (1 Cor. 13:4-8).
En un comentario relativo a este pasaje, Ed Wheat escribió: “El amor llamado agápē está conectado a una fuente eterna de poder, y puede continuar operando aunque todas las otras clases de amor hayan fracasado […] Ama, y no le importan las consecuencias. No importa cuán indigna de amor sea la otra persona, el agápē continúa fluyendo. El agápē es tan incondicional como el amor que Dios siente por nosotros. Es una actitud mental basada en una elección deliberada de la voluntad”.9

6. La responsabilidad espiritual individual. Aun cuando los contrayentes han hecho un pacto mutuo, cada uno de ellos debe llevar la responsabilidad individual que le cabe por las elecciones que haga (2 Cor. 5:10). Aceptar esta responsabilidad significa que nunca culparán a otro por lo que ellos mismos han hecho. También deben aceptar la responsabilidad de su propio crecimiento espiritual; ninguno puede confiar en la fortaleza espiritual del otro. Sin embargo, por otra parte, la relación individual que cada uno de ellos mantiene con Dios puede servir como fuente de fortaleza y apoyo para su cónyuge.
Los efectos que la caída tuvo en el matrimonio
La distorsión de la imagen de Dios en la humanidad, causada por el pecado, tuvo su efecto sobre el matrimonio tan ciertamente como en cualquier otro aspecto de la experiencia humana. El interés egoísta se introdujo allí donde antes reinaban el perfecto amor y la unidad. El egoísmo es el motivador primario de todos los que no permiten que el amor de Cristo los constriña. Al oponerse a todos los principios esenciales que el evangelio representa –rendición, abnegación, servicio y generosidad–, constituye el denominador común de todos los fracasos del cristiano.
Por su desobediencia, Adán y Eva contravinieron el propósito de su creación. Antes de pecar, habían vivido en plena libertad ante Dios. Después, en vez de salir gozosos a recibirlo, se escondieron de él, temerosos, intentando ocultar la verdad acerca de sí mismos y negando la responsabilidad que les cabía por sus acciones. Saturados de una profunda culpabilidad que sus racionalizaciones no podían borrar, no pudieron soportar la mirada de Dios y la presencia de los santos ángeles. Desde entonces, esta evasión y los constantes intentos de autojustificación han sido el modelo común de toda relación entre los hombres y Dios.
El temor que impulsó a la primera pareja a esconderse no solo distorsionó su relación con Dios, sino también sus relaciones mutuas. Cuando Dios los interrogó, ambos procuraron protegerse a sí mismos a expensas del otro. Sus acusaciones dan evidencia de la trágica destrucción de la relación de amor que Dios había establecido en la creación.
Después de la caída, Dios le dijo a la mujer. “Tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti” (Gén. 3:16). Dios se proponía que este principio, el cual no modificaba la igualdad básica del hombre y la mujer, ­beneficiara tanto a la primera pareja como a los matrimonios futuros.10 Desgraciadamente, este principio se vio sometido a distorsiones. Desde ese tiempo, el dominio por medio del poder, la manipulación y la destrucción de la individualidad ha caracterizado al matrimonio a través de las edades. Y el egocentrismo ha producido una grave escasez de aceptación y aprecio mutuos.
La esencia del cristianismo consiste en vivir en la armonía abnegada que caracterizaba al matrimonio antes de la Caída, la cual destruyó esta armonía. Los afectos del esposo y la esposa deben contribuir a su mutua felicidad. Cada uno debe cultivar la felicidad del otro. Deben fusionarse hasta ser uno solo; y sin embargo, ninguno de ellos debe perder su propia individualidad, la cual pertenece a Dios.11
Desviaciones del ideal de Dios
La poligamia. La práctica en la cual una persona mantiene varios cónyuges es contraria a la unidad y unión que Dios estableció con el primer matrimonio en el Edén. En la poligamia o la poliandria no hay tal cosa como dejar de lado a todos los demás. Si bien es cierto que la Escritura describe matrimonios polígamos como una realidad cultural de los tiempos de los patriarcas, su descripción muestra claramente que esos matrimonios no lograron alcanzar el ideal divino. Las diversas unidades secundarias dentro de esos matrimonios se vieron enredadas en luchas por el poder, amargos resentimientos y separaciones (ver Gén. 16; 29:16-30:24, etc.), y en el uso de los hijos como armas emocionales para herir a otros miembros de la familia.
El matrimonio monógamo les provee a los contrayentes un sentido de pertenencia que fortalece su intimidad y su unificación. Se dan cuenta de que su relación es única y que nadie más puede compartir lo que ellos hacen. La relación monógama es la que refleja con la mayor claridad la relación que existe entre Cristo y su iglesia, así como la que debe existir entre el individuo y su Dios.12

La fornicación y el adulterio. El pensamiento y la práctica contemporáneos se burlan de los compromisos permanentes en los cuales ambos esposos se mantienen sexualmente fieles el uno al otro hasta la muerte. Pero la Escritura considera que cualesquiera relaciones sexuales fuera del matrimonio constituyen pecado. El séptimo Mandamiento permanece válido y sin ser modificado: “No cometerás adulterio” (Éxo. 20:14). Ningún elemento modificador se menciona aquí. Este mandamiento es un principio que guarda celosamente la relación matrimonial.
Todo peso del concepto bíblico relativo a la fornicación y al adulterio se opone a la tolerancia de tales actividades entre “adultos que consienten”, típica de nuestros días. Numerosos pasajes, tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo condenan dichas prácticas (Lev. 20:10-12; Prov. 6:24-32; 7:6-27; 1 Cor. 6:9, 13, 18; Gál. 5:19; Efe. 5:3; 1 Tes. 4:3, etc.).
Esta clase de uniones pueden tener efectos sumamente abarcadores y perdurables. Defraudan al compañero legítimo; y pueden causarle daños físicos, emocionales, financieros, legales y sociales. Perjudican al resto de la familia; y si hay hijos, son especialmente dañinas para ellos. Estas uniones pueden dar como resultados la transmisión de enfermedades venéreas, ­contagio del virus del sida y el nacimiento de bebés ilegítimos. Además, la nube de falsedades y deshonestidad que se cierne sobre estas situaciones destruye de tal modo la confianza que ésta puede no verse jamás restaurada. Por lo tanto, aun al margen de los mandatos bíblicos en contra de estas formas de inmoralidad, la cadena de tristes consecuencias que resultan debiera proveer una amonestación ampliamente suficiente en contra de dichas prácticas.
Los pensamientos impuros. El pecado no consiste únicamente en el acto exterior; más bien comienza como un asunto del corazón, que penetra profundamente en los pensamientos. Si las fuentes están contaminadas, no se puede esperar que los ríos sean limpios. Jesús vio que el depósito interior de la mente motiva la conducta humana, “porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias” (Mat. 15:19). De este modo, vincu­ló el acto de infidelidad sexual con los pensamientos y las emociones: “Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su cora­zón” (Mat. 5:27, 28).
Se ha desarrollado toda una industria con el fin de obtener ganancias que dependen de la imaginación pervertida. Las películas y las obras sensuales que produce no tienen lugar en la vida cristiana. No solo animan a establecer relaciones ilícitas, sino también reducen a los hombres y a las mujeres al nivel de meros objetos sexuales, distorsionando así el significado básico de la sexualidad y oscureciendo la imagen de Dios. Se requiere de los cristianos que tengan pensamientos puros y vivan vidas puras, porque se están preparando para vivir en una sociedad pura por toda la eternidad.

El incesto. Algunos padres cruzan el límite que marca la expresión correcta de afecto para con sus hijos y, en consecuencia, se permiten entrar en intimidades físicas y emocionales con ellos. A menudo, esto resulta cuando la relación normal entre el esposo y la esposa ha sido descuidada, y uno de los hijos ha sido escogido para que ocupe el papel del cónyuge. Esta confusión de los límites puede ocurrir también entre hermanos y entre los miembros más lejanos de la familia.
En el Antiguo Testamento, se prohibía el incesto (Lev. 18:6-29; Deut. 27:20-23); también el Nuevo Testamento lo condena (1 Cor. 5:1-5). Esta clase de abuso causa daños a la sexualidad en desarrollo del niño, y crea en él una carga innecesaria de vergüenza y culpabilidad que fácilmente contaminará su matrimonio más tarde en la vida. Cuando los miembros de la familia traspasan las fronteras sexuales y se entregan al incesto, el daño infligido a la creciente confianza de la parte inocente puede ser enorme.

El divorcio. Jesús resume así la enseñanza bíblica relativa al divorcio: “Lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Mat. 19:6; Mar. 10:7-9). El matrimonio es sagrado porque Dios lo santificó. En última instancia, es Dios quien une al esposo con su esposa, no las meras palabras humanas o el acto sexual. De modo que el Creador es quien ha sellado su unión. La comprensión cristiana del divorcio y el nuevo matrimonio, por lo tanto, debe basarse en posiciones bíblicas.
Esta afirmación de Jesús deja en claro el principio bíblico básico que sirve de fundamento para el concepto cristiano del divorcio; Dios se proponía que la unión matrimonial fuese indisoluble. Cuando los fariseos le preguntaron a Cristo si la incompatibilidad marital era suficiente razón para el divorcio, el Salvador confirmó el modelo edénico del matrimonio como una unión permanente. Cuando insistieron en preguntarle acerca de las leyes del divorcio que había dejado Moisés, Cristo respondió: “Por la dureza de vuestro corazón, Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres; mas al principio no fue así” (Mat. 19:8). Y agregó que la única razón legítima para el divorcio es la infidelidad sexual (Mat. 5:32; 19:9).
La respuesta de Cristo a los fariseos deja en claro que el Salvador poseía una comprensión de la fidelidad mucho más profunda que la que ellos tenían. A partir de lo que él declaró, y de los principios referentes al ma­trimonio tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo, puede afirmarse que Dios se propone que los que contraen matrimonio reflejen la imagen de Dios en una unión permanente.
Sin embargo, la infidelidad de uno de los cónyuges no significa necesariamente que el matrimonio deba terminar en divorcio. El camino de la cruz nos anima a desarrollar una experiencia profunda de arrepentimiento y perdón, que lleva a la eliminación de las raíces de amargura. Aun en el caso del adulterio, el cónyuge ofendido debe procurar, por medio del perdón y el poder reconciliador de Dios, mantener el propósito original de Dios en la creación. “Hablando en el sentido bíblico, el adulterio no necesita ser más destructivo para el matrimonio que cualquier otro pecado […] Cuando estamos listos para perdonar y abandonar nuestras actitudes negativas, Dios estará siempre listo para sanarnos y renovar nuestro amor del uno para con el otro”.13
Si bien el ideal divino para el matrimonio es que este constituya una unión amorosa y permanente que continúe hasta la muerte de uno de los contrayentes, ocasionalmente se hace necesaria una separación legal debido a ofensas como la crueldad física para con el cónyuge o algún hijo. “Sin embargo, en algunos países, esta separación se puede lograr únicamente por medio de un divorcio. Una separación o divorcio que sea el resultado de factores tales como la violencia física, o en el que no esté implicada la ‘infidelidad al voto matrimonial’, no le da a ninguno de los cónyuges el derecho bíblico de volver a casarse, a menos que en el ínterin la otra persona se haya vuelto a casar, haya cometido adulterio o fornicación, o haya muerto”.14
Por cuanto el matrimonio es una institución divina, la iglesia tiene una responsabilidad especial y solemne de prevenir el divorcio; y si este ocurre, sanar tanto como sea posible las heridas que haya causado.

La homosexualidad. Dios creó al varón y la mujer diferentes el uno del otro y, sin embargo, con la capacidad de complementarse. Y al hacerlo, orientó sus preferencias sexuales hacia los miembros del sexo opuesto. La diferenciación que caracteriza a los individuos se manifiesta en la atracción que acerca a ambos sexos con el fin de formar una relación completa.
En ciertos casos, el pecado ha afectado incluso esta orientación básica, lo que produce un fenómeno que se ha llamado “inversión”. En tales casos, la orientación natural hacia el sexo opuesto parece invertida y se genera una orientación sexual básica hacia los individuos del mismo sexo.
La Escritura condena las prácticas homosexuales en términos fuertemente negativos (Gén. 19:4-10; ver Judas 7, 8; Lev. 18:22; 20:13; Rom. 1:26‑28; 1 Tim. 1:8-10). Las prácticas de este tipo producen una seria distorsión de la imagen de Dios, tanto en los hombres como en las mujeres.
Por cuanto “todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Rom. 3:23), los cristianos tratarán en forma redentora con los que se ven afligidos por este desorden. Reflejarán la actitud que Cristo adoptó hacia la mujer sorprendida en adulterio: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más” (Juan 8:11). No solo quienes poseen tendencias homosexuales, sino todas las personas que se hallan atrapadas por rasgos de conducta o relaciones que causan ansiedad, vergüenza y culpabilidad, necesitan el oído amistoso de un consejero cristiano bien preparado y de experiencia. Ninguna conducta se halla más allá del alcance de la gracia sanadora de Dios.15
La familia
Después que Dios creó a nuestros primeros padres, les concedió dominio sobre el mundo (Gén. 1:26; 2:15). Formaron la primera familia y la primera iglesia, y marcaron el comienzo de la sociedad. De esta manera, la sociedad fue construida sobre la institución del matrimonio y la familia. Por cuanto Adán y Eva eran los únicos habitantes humanos del mundo, Dios les ordenó: “Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla” (Gén. 1:28).
Tal como lo indican las estadísticas de la población mundial, ya no hay un planeta que clama por ser llenado y subyugado. Pero las parejas cristianas que deciden traer hijos al mundo todavía tienen la obligación de criarlos “en disciplina y amonestación del Señor” (Efe. 6:4). Antes que los cónyuges adopten este curso de acción, deben considerar el ideal que Dios tiene para la familia.
Los padres
El padre. La Sagrada Escritura le ha asignado al esposo y padre la responsabilidad de ser cabeza del hogar así como sacerdote en él (Col. 3:18-21; 1 Ped. 3:1-8). El padre se convierte así en un tipo de Cristo, la Cabeza de la iglesia. “Porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha. Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama” (Efe. 5:23-28).
Tal como Cristo conduce a la iglesia, el esposo y la esposa “deben saber renunciar a sus gustos, pero la Palabra de Dios da la preferencia al criterio del esposo” cuando no se trata de un asunto de conciencia.16 Al mismo tiempo, tiene la responsabilidad de tratar la individualidad de su esposa con el máximo respeto.
Así como Cristo demostró un gobierno lleno de bondad y fue a la cruz en calidad de siervo, del mismo modo el esposo debe dirigir con sacrificio. “La regla de Cristo es una regla de sabiduría y amor, y cuando los esposos cumplen sus obligaciones para con sus esposas, usan su autoridad con la misma ternura que Cristo usa para con la iglesia. Cuando el Espíritu de Cristo controla al esposo, la sujeción de la esposa resultará en reposo y beneficio, ya que él requerirá de ella únicamente lo que sea para bien, y del mismo modo como Cristo requiere sumisión de parte de la iglesia […] Que los que ocupan el cargo de esposos estudien las palabras de Cristo, no para descubrir cuán completa debe ser la sumisión de la esposa, sino cómo él puede poseer la mente de Cristo, y ser purificado, refinado y preparado para ser el señor de su hogar”.17
Como sacerdote de la familia, a la manera de ­­Abraham, el padre reunirá a su familia en torno a sí al comienzo del día y los entregará al cuidado del Señor. En la tarde, los dirigirá en alabanza y agradecimiento por las bendiciones derramadas sobre ellos. Este culto familiar será el vínculo entre Dios y la familia, el tiempo que le da a Dios prioridad en el círculo familiar.18
El padre sabio dedica tiempo a sus hijos. De él y la forma en que se relaciona con el resto de la familia, los niños pueden aprender muchas lecciones, tales como respeto y amor por su madre, amor a Dios, la importancia de la oración, el amor por los demás, la forma correcta de trabajar, la modestia, y el amor por la naturaleza y por las cosas que Dios ha hecho. Pero si el padre nunca está en casa, el niño se ve privado de este privilegio y gozo.

La madre. En este mundo, la maternidad es lo que más se acerca a estar en sociedad con Dios. “Al rey en su trono no le incumbe una obra superior a la de la madre. Ella es la reina de su familia. A ella le toca modelar el carácter de sus hijos, a fin de que sean idóneos para la vida superior e inmortal. Un ángel no podría pedir una misión más elevada; porque mientras realiza esta obra, la madre está sirviendo a Dios […] Percátese del valor de su obra y vístase de toda la armadura de Dios a fin de resistir a la tentación de conformarse con la norma del mundo. Ella obra para este tiempo y para la eternidad”.19
Algún miembro de la familia debe aceptar la responsabilidad primordial en la formación del carácter de los hijos. La conducción del niño no puede ser dejada al azar o ser delegada en manos ajenas, puesto que nadie tiene para con un niño la misma actitud que sus padres. Dios creó a la madre con la capacidad de llevar al hijo en su propio seno, de amamantarlo y de prodigarle amoroso cuidado. Excepto por las circunstancias extenuantes de severas cargas financieras o de no contar con un cónyuge,20 si la madre está dispuesta a aceptarlo, tiene el privilegio especialísimo de permanecer todo el día junto a sus hijos; puede gozar al trabajar con el Creador, formando sus caracteres para la eternidad.
“En una relación, alguien necesita considerar la familia como una carrera […] La adopción de la carrera de ser una madre y esposa es una obra extremadamente rara [en el mundo de hoy], y una tarea muy desafiante. ¿Se trata de un esfuerzo malgastado? ¿Un trabajo sin reconocimiento? ¿Una esclavitud sin dignidad? No, una posibilidad sumamente entusiasmadora, de rechazar la marea, de salvar la especie, de afectar la historia, de hacer algo que se sienta y se oiga en círculos cada vez más amplios”.21
En los tiempos del Antiguo Testamento, el nombre de un individuo comunicaba una corta declaración acerca de la persona que lo llevaba. Eva recibió su nombre después de la Caída (Gén. 3:20). Por cuanto había de convertirse en la madre de todos los seres humanos, su nombre (chawwah) derivaba de la palabra que denota “viviente” (hebreo chay). Refleja la extraordinaria posición de honor que ella ocupó en la historia de la raza humana.
Tal como la procreación no era el derecho único y exclusivo de Adán o de Eva, tampoco lo era la paternidad. Esta última debía ser también una responsabilidad compartida. Y así debiera serlo en nuestros días, no solo en la procreación de los hijos, sino también en la responsabilidad de criarlos. Tanto el padre como la madre tienen ciertas responsabilidades, las cuales deben ser cumplidas como para el Señor. “He aquí, herencia de Jeho­vá son los hijos; cosa de estima el fruto del vientre” (Sal. 127:3).
Los hijos
Una prioridad. Fuera de su compromiso con el Señor y con sus cónyuges, los padres no tienen responsabilidad mayor que la que deben a los hijos que han traído al mundo. Es necesario que coloquen los intereses de sus hijos antes de su propio progreso y comodidad; los hijos no eligieron venir al mundo, y debe dárseles el mejor comienzo posible en la vida. Por cuanto las influencias prenatales afectan en forma vital la salud espiritual, mental y física, el proceso de darle prioridad al bienestar del niño debe comenzar antes de su nacimiento.22

El amor. El amor de los padres debe ser incondicional y estar dispuesto al sacrificio. Aun cuando nunca sea cabalmente devuelto, los hijos lo necesitan para desarrollar una imagen positiva de sí mismos y salud emocional en su vida. Los niños que tienen que ganarse el amor de los padres, o que se sienten rechazados y sin importancia, procurarán recibir, como sustituto del amor, la atención de sus padres, buscarán obtenerla a través de conductas indeseables, que pueden arraigarse profundamente y hacerse habituales.23
Los niños que se sienten seguros en el amor de sus padres serán capaces de hacer un lugar para el prójimo en su vida. Puede enseñarles a dar como a recibir, y a comprender que hay una razón para existir más allá de sí mismos. A medida que los niños se desarrollan, pueden aprender a glorificar a Dios.

La entrega. Los padres cristianos deben dedicar a sus hijos al servicio de Dios tan pronto en su vida como les sea posible. Las congregaciones adventistas del séptimo día proveen para tales dedicaciones una ceremonia sencilla en la cual, ante la congregación, los padres presentan sus hijos a Dios en oración, de manera muy semejante a la forma en que José y María presentaron al niño Jesús ante Señor, en el Templo (Luc. 2:22-39). De este modo, el niño comienza la vida como parte de una familia espiritual extendida. Los miembros de la congregación participan en el desarrollo social y espiritual del pequeño, como hijo de Dios y miembro del cuerpo de Cristo.
En este servicio, los padres también se dedican ellos mismos para educar al niño en los caminos del Señor, con el fin de que en él se forme la imagen de Dios. Con el fin de lograr este propósito, los padres deben llevar regularmente a sus hijos a la Escuela Sabática y a la iglesia, de modo que los pequeños, desde sus primeros días, se conviertan en parte del cuerpo de Cristo. Luego, cuando el niño llega a la edad escolar, los padres y la iglesia se esforzarán por permitirle obtener una educación cristiana que alimente aun más en su corazón el amor por el Señor.

La constancia. La enseñanza espiritual que imparten los padres es un proceso continuo que abarca cada fase de la vida del niño. “Y estas palabras que yo te mando hoy estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino y al acostarte, y cuando te levantes. Y las atarás como una señal en tu mano, y estarán como frontales entre tus ojos; y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas” (Deut. 6:7-9; 11:18).
Todos los aspectos de la atmósfera del hogar influyen en el niño. Los padres no pueden promover la espiritualidad únicamente a través del culto familiar. Deben establecer la atmósfera espiritual por medio de su continua confianza en Jesús; deben manifestarlo en su estilo de vida, su vestimenta y aun en las decoraciones del hogar. Para el crecimiento cristiano del niño, es esencial que llegue a conocer a Dios como un Padre amante.

El aprendizaje de la obediencia. “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Prov. 22:6). ¿Qué abarca esta instrucción? La disciplina implica mucho más que el castigo. Por lo general, el castigo se enfoca en lo pasado, pero la disciplina mira hacia el futuro. La disciplina es un proceso de discipulado en el cual los hijos se convierten en aprendices de los padres para absorber de ellos su preparación, su conducción y su ejemplo. Significa enseñar importantes principios tales como la lealtad, la verdad, la equidad, la coherencia, la paciencia, el orden, la misericordia, la generosidad y el trabajo.
Cuando los niños aprenden temprano a obedecer a sus padres en forma implícita, la autoridad no les causa problemas en la vida. Pero, es importante también el tipo de obediencia que se aprende. La verdadera obediencia no sucede simplemente como respuesta a un requerimiento, sino porque surge desde adentro. El secreto de esta clase de obediencia radica en el nuevo nacimiento.
“El hombre que trata de guardar los Mandamientos de Dios solo por un sentido de obligación –porque se le exige que lo haga– nunca entrará en el gozo de la obediencia. Él no obedece. […] La verdadera obediencia es la manifestación exterior de un principio interior. Surge del amor de la justicia, del amor de la Ley de Dios. La esencia de toda justicia es la lealtad a nuestro Redentor. Esto nos inducirá a hacer lo recto porque es recto; porque hacer lo recto es agradable a Dios”.24

La socialización y el desarrollo del lenguaje. Es en el seno de la familia donde los niños reciben la educación social que los capacita para ser miembros de la raza humana, con todas las responsabilidades y privilegios que ese proceso implica. La socialización es el proceso por el cual los niños desarrollan la experiencia básica que les permite funcionar en la sociedad. El lenguaje, con todos sus matices de comunicación, es una de las primeras capacidades que el niño desarrolla. Por lo tanto, el lenguaje que se usa en el hogar necesita ser cuidadosamente evaluado, de manera que revele el carácter de Dios. El niño necesita oír con frecuencia expresiones gozosas y espontáneas de afecto entre los miembros de la familia, y de alabanza a Dios.

La identidad sexual. Es en el hogar, y por medio de la sana interacción con los varones y las mujeres que comprenden todo el sistema familiar, donde los niños aprenden a ser varones y mujeres dentro de la sociedad. Los adultos necesitan enseñarles la belleza de su sexualidad en desarrollo, usando información correcta y apropiada. También es su responsabilidad resguardar a los niños del abuso sexual.

El aprendizaje de los valores morales. Una función socializadora básica del hogar consiste en proveer un ambiente apropiado para la asimilación de los valores morales de la familia. Los valores de la familia y sus conceptos religiosos no siempre coinciden. Los padres pueden aseverar que aceptan ciertos principios religiosos, pero los valores que proyectan ante los hijos pueden no hallarse de acuerdo con esos principios. Es importante que los padres sean consecuentes.
La familia extendida
Por designio de Dios, el matrimonio es exclusivo; la familia, en cambio, no lo es. En una sociedad tan dinámica como la de nuestros días, rara vez se encuentran familias extendidas –abuelos, hermanos y primos– cuyos miembros vivan en estrecha proximidad. La familia de la iglesia puede ayudar a los que están lejos de sus parientes, o que no los poseen, para que mantengan un verdadero sentido de su valor personal y de pertenencia. Aquí también, los padres o madres sin el apoyo de un cónyuge pueden encontrar un lugar confortable en el cual criar a sus hijos con amor y tierno aprecio. Además, la iglesia puede suplir modelos apropiados, de los cuales el hogar podría hallarse carente.
Al aprender a amar a los ancianos de la congregación, los niños pueden aprender el respeto. Y los que son entrados en años pueden experimentar la satisfacción de tener a su alcance a un pequeño a quién amar y de cuya compañía gozar. “Aun en la vejez y las canas, oh Dios, no me desampares, hasta que anuncie tu poder a la posteridad, y tu potencia a todos los que han de venir” (Sal. 71:18).
Dios expresa consideración especial para con los ancianos al decir: “Corona de honra es la vejez que se halla en el camino de justicia” (Prov. 16:31), y “hasta la vejez, yo mismo, y hasta las canas os soportaré yo; yo hice, yo llevaré, yo soportaré y guardaré” (Isa. 46:4).
En la iglesia, las personas solteras pueden encontrar un lugar especial donde recibir amor y aprecio, y donde puedan también compartir su amor y sus energías. A través del ministerio de la iglesia, pueden llegar a convencerse del cuidado y el amor que Dios tiene para con ellos: “Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia” (Jer. 31:3).
Forma parte de la “religión pura” el proporcionar cuidado especial a los necesitados (Sant. 1:27; Éxo. 22:22; Deut. 24:17; 26:12; Prov. 23:10; Isa. 1:17). A la familia de la iglesia, se le concede una oportunidad especial de proveer un refugio, un lugar al cual pertenezcan los que no tienen familia; pueden rodear a cada miembro e incluirlo en la unidad especial que Cristo describió como la marca básica del cristianismo (Juan 17:20-23).
Promesa de reforma
Por cuanto la familia constituye el alma misma de la iglesia y la sociedad, la familia cristiana será el instrumento de ganar a sus miembros para el Señor y de mantenerlos en la fe. Los últimos versículos del Antiguo Testamento constituyen una profecía de lo que sucederá antes que vuelva el Señor: “He aquí yo os envío al profeta Elías, antes que venga el día de Jeho­vá, grande y terrible. Él hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres” (Mal. 4:5, 6). Mientras que, por una parte, muchas fuerzas contemporáneas intentan arrancar a los miembros del círculo familiar, Dios hace, por su parte, un llamado a reunirse, a solidificar los vínculos, a convertir y a restaurar. Y las familias que responden a su llamado poseerán una fortaleza que revelará verdadero cristianismo. Las iglesias compuestas de esas familias crecerán; sus hijos no abandonarán la congregación; presentarán con claridad ante el mundo la imagen de Dios.
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Referencias
1. Ver White, La educación (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2009), p. 17.
2. A. W. Spalding, Makers of the Home [Los constructores del hogar] (Mountain View, California: Pacific Press, 1928), p. 58.
3. Es evidente que Adán era responsable del planeta, puesto que Dios lo llamó a rendir cuentas de la transgresión aunque no había sido el primero en caer (Gén. 3:9). Al comparar a los dos “Adanes”, el Nuevo Testamento también señala que el primer Adán fue responsable de la entrada del pecado y de la muerte (Rom. 5:12; 1 Cor. 15:22; ver ­White, El conflicto de los siglos, pp. 705, 706).
4. “Dios mismo dio a Adán una compañera. Lo proveyó de una “ayuda idónea para él” –­alguien que realmente le correspondía–, una persona digna y apropiada para ser su compañera y que podría ser una sola cosa con él en amor y simpatía. Eva fue creada de una costilla tomada del costado de Adán, para significar que ella no debía dominarlo como cabeza, ni tampoco debía ser humillada y hollada bajo sus pies como un ser inferior, sino que más bien debía estar a su lado como su igual, para ser amada y protegida por él” (White, Patriarcas y profetas, pp. 26, 27).
5. Para más detalles acerca de los aspectos que hacen del matrimonio un pacto, ver “Marriage as Covenant” [El matrimonio como pacto], Covenant and Marriage: Partnership and Commitment [Pacto y matrimonio: sociedad y compromiso], en “Cuaderno para dirigentes” (Nashville, Tennessee: Depto. de Ministerio Familiar, Junta de Escuela Dominical de la Convención Bautista del Sur, 1987), pp. 51-60.
6. Ver Manual de la iglesia, pp. 186, 187; F. M. Wilcox, “Marrying Unbelievers” [El casamiento con los no creyentes], Review and Herald, 2 de julio de 1914, pp. 9, 10; G. B. Thompson, “Marrying Unbelievers: ‘Can Two Walk Together, Except They Be Agreed?’” [El casamiento con no creyentes: ¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?], Review and Herald, 31 de julio de 1941, pp. 2, 12-14; Wilcox, “The Marriage Relationship, Following the Divine Order” [La relación del matrimonio según el orden divino], Review and Herald, 4 de mayo de 1944, pp. 1-4; White, Joyas de los testimonios, t. 2, pp. 574, 578.
7. Walter Trobisch, I Married You [Yo me casé contigo] (Nueva York: Harper and Row, 1971), p. 18.
8. Ed Wheat, Love Life for Every Married Couple [Una vida de amor para todo matri­monio] (Grand Rapids: Zondervan, 1980), p. 72.
9. Ibíd., p. 62.
10. White, Patriarcas y profetas, pp. 42, 43.
11. Ver, por ejemplo, White, El ministerio de curación, p. 279; Mensajes para los jóvenes, p. 448.
12. Ver también White, Patriarcas y profetas, pp. 141, 208, 350; Spiritual Gifts, t. 3, pp. 104, 105; t. 4, p. 86.
13. Wheat, Love Life for Every Married Couple, p. 202. Ver también “The Divorce Court or the Cross” [Juicio de divorcio o la cruz], en Roy Hession, Forgotten Factors. . . An Aid to Deeper Repentance of the Forgotten Factors of Sexual Misbehavior [Factores olvidados: Una ayuda para profundizar el arrepentimiento de los factores olvidados de la mala conducta sexual] (Fort Washington, PA: Christian Literature Crusade, 1976); Wheat, “How to Save Your Marriage Alone” [Cómo salvar por sí solo el matrimonio], en Love Life for Every Married Couple; Gary Chapman, Hope for the Separated: Wounded Marriages Can Be Healed [Esperanza para los que están separados: Los matrimonios heridos pueden sanarse] (Chicago: Moody Press, 1982).
14. Manual de Iglesia, p. 155.
15. Ver Hession, Forgotten Factors. A la vez que ayuda a los transgresores a arrepentirse y encontrar perdón en el Dios de amor, esta excelente obra esboza cuidadosamente los aspectos más profundos de la inmoralidad sexual.
16. White, Joyas de los testimonios, t. 1, p. 118. Además, la autora escribe: “Nosotras las mujeres debemos recordar que Dios nos ha colocado en sujeción al esposo. Él es la cabeza y, de ser posible, tanto nuestro juicio, como puntos de vista y razonamientos deben estar de acuerdo con los suyos. En la Palabra de Dios se le da la preferencia al esposo cuando no se trata de un asunto de conciencia. Debemos respetar la cabeza” (Carta 5, 1861).
17. White, Manuscrito 17, 1891. Ver también Larry Christenson, The Christian Family [La familia cristiana] (Minneapolis, MN: Bethany Fellowship, 1970).
18. Para obtener ideas en cuanto a cómo establecer un culto de familia dinámico, ver John y Millie Youngberg, Heart Tuning: A Guide to Better Family Worship [Corazones en armonía: Una guía para mejorar el culto familiar] (Washington, D.C.: Review and Herald, 1985); Christenson, The Christian Family, pp. 157-197.
19. White, El hogar cristiano, pp. 195, 196.
20. Los padres que se ven obligados a colocar a sus hijos bajo el cuidado de otras personas deben escoger a alguien que tenga valores similares a los suyos, de modo que pueda haber cooperación plena en la tarea de educar al niño en el amor y la “admonición del Señor”. Los padres también debieran observar cuidadosamente a los otros niños con los cuales sus hijos estarán asociados. ¿Desean que lleguen a ser como ellos? Los niños aprenden tan rápidamente y en forma tan permanente que todos los aspectos del cuidado de los hijos necesitan ser explorados concienzudamente.
21. Edith Schaefer, What Is a Family? [¿Qué es una familia?] (Old Tappan, NJ: Fleming H. Revell Co., 1975), p. 47.
22. Ver White, El Deseado de todas las gentes, p. 472.
23. Ver Gary Smalley y John Trent, The Blessing [La bendición] (Nashville, Tennessee: Thomas Nelson Publishers, 1986). Los autores explican cuidadosamente cómo la entrega o retracción del amor de parte de los padres es la clave del bienestar emocional y psicológico del niño en desarrollo.
24. White, Palabras de vida del gran Maestro, p. 70.

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