Con amor y misericordia infinitos, Dios hizo que Cristo, que no conoció pecado, fuera hecho pecado por nosotros, para que nosotros pudiésemos ser hechos justicia de Dios en él. Guiados por el Espíritu Santo, sentimos nuestra necesidad, reconocemos nuestra pecaminosidad, nos arrepentimos de nuestras transgresiones, y ejercemos fe en Jesús como Salvador y Señor, Sustituto y Ejemplo. Esta fe salvífica nos llega por medio del poder divino de la Palabra y es un don de la gracia de Dios. Mediante Cristo, somos justificados, adoptados como hijos e hijas de Dios y librados del dominio del pecado. Por medio del Espíritu, nacemos de nuevo y somos santificados; el Espíritu renueva nuestras mentes, graba la Ley de amor de Dios en nuestros corazones y nos da poder para vivir una vida santa. Al permanecer en él, somos participantes de la naturaleza divina, y tenemos la seguridad de la salvación ahora y en ocasión del Juicio (Gén. 3:15; Isa. 45:22; 53; Jer. 31:31‑34; Eze. 33:11; 36:25‑27; Hab. 2:4; Mar. 9:23, 24; Juan 3:3‑8, 16; 16:8; Rom. 3:21‑26; 8:1‑4, 14‑17; 5:6‑10; 10:17; 12:2; 2 Cor. 5:17‑21; Gál. 1:4; 3:13, 14, 26; 4:4‑7; Efe. 2:4‑10; Col. 1:13, 14; Tito 3:3‑7; Heb. 8:7‑12; 1 Ped. 1:23; 2:21, 22; 2 Ped. 1:3, 4; Apoc. 13:8).
“UNA VIDA EN CRISTO ES UNA VIDA DE REPOSO. Puede no haber éxtasis de sentimientos, pero habrá una confianza permanente y apacible. Tu esperanza no está en ti; está en Cristo. Tu debilidad está unida a su fortaleza; tu ignorancia, a su sabiduría; tu fragilidad, a su poder eterno. De modo que no debes mirarte a ti mismo, ni dejar que la mente se espacie en el yo, sino mirar a Cristo. Que tu mente se espacie en su amor, en la belleza y la perfección de su carácter. Cristo en su abnegación, Cristo en su humillación, Cristo en su pureza y santidad, Cristo en su incomparable amor; esto es lo que debe contemplar el ser humano. Es amándolo, imitándolo y dependiendo enteramente de él como serás transformado a su semejanza”.1
Pablo dijo: “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la Palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Efe. 5:25‑27). El blanco de la iglesia es obtener esa limpieza. Por lo tanto, los creyentes que forman parte de la iglesia pueden testificar que “aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día” (2 Cor. 4:16). “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Cor. 3:18). Esta transformación constituye la culminación del Pentecostés interior.
A través de toda la Escritura, las descripciones de la experiencia del creyente –salvación, justificación, santificación, purificación y redención– se presentan como (1) ya cumplidas, (2) en proceso de verse cumplidas en la actualidad, y (3) por realizarse en el futuro. La comprensión de estas tres perspectivas nos ayuda a resolver las aparentes tensiones en el énfasis relativo que se coloca sobre la justificación y la santificación. Este capítulo, por lo tanto, se ha dividido en tres secciones principales, que tratan de la salvación en el pasado, el presente y el futuro del creyente.
La experiencia de la salvación y el pasado
No basta con obtener un conocimiento factual acerca de Dios, y de su amor y benevolencia. Es contraproducente procurar desarrollar el bien en uno mismo aparte de Cristo. La experiencia de la salvación que alcanza las profundidades del alma viene solo de Dios. Refiriéndose a esta experiencia, Cristo declaró: “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios […]. El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:3, 5).
Únicamente por medio de Jesucristo puede un individuo experimentar la salvación: “Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hech. 4:12). Jesús dijo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6).
La experiencia de la salvación implica arrepentimiento, confesión, perdón, justificación y santificación.
El arrepentimiento. Poco antes de su crucifixión, Jesús les prometió a sus discípulos el Espíritu Santo, quien revelaría al Salvador cuando aquel convenciera “al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Juan 16:8). Cuando en el Pentecostés el Espíritu Santo convenció al pueblo de su necesidad de un Salvador, y los oyentes preguntaron cómo debían reaccionar, Pedro respondió: “Arrepentíos” (Hech. 2:37, 38; comparar con 3:19).
1. ¿Qué es el arrepentimiento? La palabra arrepentimiento es una traducción del hebreo nâjam, “sentir pesar”, “arrepentirse”. El equivalente griego, metanoéō, significa “cambiar de parecer”, “sentir remordimiento”, “arrepentirse”. El arrepentimiento genuino produce un cambio radical en nuestra actitud hacia Dios y el pecado. El Espíritu de Dios convence de la gravedad del pecado a los que lo reciben, y produce en ellos un sentido de la justicia de Dios y de su propia condición perdida. Experimentan pesar y culpabilidad. Reconociendo la verdad que “el que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Prov. 28:13), confiesan pecados específicos. Ejercitando en forma decidida su voluntad, se entregan enteramente al Salvador y renuncian a su conducta pecaminosa. De este modo, el arrepentimiento alcanza su punto culminante en la conversión, que constituye el acto por el cual el pecador se vuelve hacia Dios (del griego epistrofē, “volverse en dirección a”, comparar con Hech. 15:3).2
El arrepentimiento de sus pecados de adulterio y asesinato que experimentó David ejemplifica vívidamente la manera en que esta experiencia prepara el camino para obtener la victoria sobre el pecado. Bajo la convicción del Espíritu Santo, despreció su pecado y se lamentó de él, rogando que se le concediera pureza: “Reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos”. “Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones”. “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Sal. 51:3, 4, 1, 10). La experiencia posterior de David demuestra que la misericordia de Dios no solo provee el perdón del pecado, sino también rescata de sus garras al pecador.
Si bien es cierto que el arrepentimiento precede al perdón, el pecador no puede por su arrepentimiento hacerse digno de obtener la bendición de Dios. De hecho, el pecador ni siquiera puede producir en sí mismo el arrepentimiento, porque es un don de Dios (Hech. 5:31; comparar con Rom. 2:4). El Espíritu Santo atrae al pecador a Cristo con el fin de que pueda hallar arrepentimiento, ese profundo pesar por el pecado.
2. La motivación del arrepentimiento. Cristo dijo: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32). Nuestro corazón se reblandece y subyuga cuando nos damos cuenta de que la muerte de Cristo nos justifica y nos libra de la pena de muerte. Imaginémonos los sentimientos de un prisionero que espera su ejecución al ver que repentinamente se le entrega un documento en el que se lo perdona.
En Cristo, el pecador arrepentido no solo recibe el perdón sino también se lo declara inocente. No merece un tratamiento tal, y no puede esperar ganarlo. “La convicción se posesiona de la mente y el corazón. Entonces el pecador tiene conciencia de la justicia de Jehová y siente terror de aparecer, en su iniquidad e impureza, delante del Escudriñador de los corazones. Ve el amor de Dios, la belleza de la santidad y el gozo de la pureza; ansía ser limpiado y restituido a la comunión con el Cielo”.3
Según señala Pablo, Cristo murió para efectuar nuestra justificación mientras aún éramos débiles, pecaminosos, impíos y enemigos de Dios (Rom. 5:6‑10). Nada puede conmover las profundidades del alma al punto en que puede lograrlo la comprensión del amor perdonador de Cristo. Cuando los pecadores contemplan este amor divino insondable, que se exhibió en la Cruz, reciben la más poderosa motivación al arrepentimiento que existe. Esta es la bondad de Dios que nos guía al arrepentimiento (Rom. 2:4).
La justificación. Dios, en su infinito amor y misericordia, “al que no conoció pecado [Cristo], por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21). Por medio de la fe en Jesús, el corazón se llena de su Espíritu. Por medio de esa misma fe, que es un don de la gracia de Dios (Rom. 12:3; Efe. 2:8), los pecadores arrepentidos reciben la justificación (Rom. 3:28).
El término “justificación” es una traducción del griego dikaioma, que significa “requisito recto, acta”, “reglamentación”, “sentencia judicial”, “acto de justicia”; y dikaiosis, que significa “justificación”, “vindicación”, “absolución”. El verbo dikaioo, que está relacionado, y que significa “ser pronunciado recto y tratado como tal”, “ser absuelto”, “ser justificado”, “recibir la libertad, ser hecho puro”, “justificar”, “vindicar”, “hacer justicia”, provee comprensión adicional del significado del término.4
En general, el término justificación, en su uso teológico, es “el acto divino por el cual Dios declara justo a un pecador penitente, o lo considera justo. La justificación es lo opuesto de la condenación (Rom. 5:16)”.5 La base de esta justificación no es nuestra obediencia sino la de Cristo, por cuanto “por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida […] por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos” (Rom. 5:18, 19). El Salvador concede esta obediencia a los creyentes que son “justificados gratuitamente por su gracia” (Rom. 3:24). “Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia” (Tito 3:5).
1. El papel de la fe y las obras. Muchos creen erróneamente que su posición delante de Dios depende de sus obras buenas o malas. Pablo, al tratar el tema de cómo se justifican los individuos delante de Dios, declaró en forma inequívoca que estimaba “todas las cosas como pérdida […] para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia […] sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (Fil. 3:8, 9). Pablo señaló a Abraham, el cual “creyó […] a Dios, y le fue contado por justicia” (Rom. 4:3, Gén. 15:6). Fue justificado antes de someterse a la circuncisión, y no por causa de ella (Rom. 4:9, 10).
¿Qué clase de fe tenía Abraham? Las Escrituras revelan que “por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció” cuando Dios lo llamó, dejando su tierra natal y viajando “sin saber a dónde iba” (Heb. 11:8‑10; comparar con Gén. 12:4; 13:18). Su fe viva y genuina en Dios se demostró por su obediencia. El patriarca fue justificado de acuerdo con esta fe dinámica.
El apóstol Santiago nos amonesta contra otra comprensión incorrecta de la justificación por la fe, según la cual uno puede ser justificado por fe sin manifestar las correspondientes obras. Como Pablo, Santiago ilustró el concepto recurriendo a la experiencia de Abraham. El acto de Abraham al ofrecer a su hijo Isaac (Sant. 2:21) demostró su fe. Pregunta el apóstol: “¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras?” (Sant. 2:22). “La fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Sant. 2:17).
La experiencia de Abraham reveló que las obras constituyen la evidencia de una verdadera relación con Dios. La fe que lleva a la justificación es, por lo tanto, una fe viva, que obra (Sant. 2:24).
Pablo y Santiago están de acuerdo en lo que constituye la justificación por la fe. Pablo revela la falacia de obtener justificación por obras, mientras que Santiago enfoca el concepto igualmente peligroso de pretender que somos justificados sin mostrar las obras correspondientes. Ni las obras ni una fe muerta pueden conducirnos a la justificación. Esta puede cumplirse únicamente por una fe genuina que obra por amor (Gal. 5:6) y purifica el alma.
2. La experiencia de la justificación. Por medio de la justificación por la fe en Cristo, su justicia nos es imputada. Pasamos a estar bien con Dios gracias a Cristo nuestro Sustituto. Dios, dijo Pablo, “al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21). Como pecadores arrepentidos, experimentamos un perdón pleno, completo. ¡Estamos reconciliados con Dios!
La visión que tuvo Zacarías acerca de Josué, el sumo sacerdote, provee una hermosa ilustración de la justificación. Josué se halla delante del ángel del Señor, cubierto con vestiduras sucias, que representan la contaminación del pecado. Por su condición, Satanás exige su condenación. Las acusaciones de Satanás son correctas; Josué no merece ser hallado inocente. Pero Dios, en su misericordia divina, reprende a Satanás, diciendo: “¿No es este un tizón arrebatado del incendio?” (Zac. 3:2). ¿No es este mi posesión preciosa, que yo he preservado en forma especial?
El Señor ordena de inmediato que se le quiten las vestiduras sucias a Josué, y declara: “Mira que he quitado de ti tu pecado, y te he hecho vestir de ropas de gala” (Zac. 3:4). Nuestro Dios amante y misericordioso echa a un lado las acusaciones de Satanás y justifica al tembloroso pecador, cubriéndolo con el manto de la justicia de Cristo. Así como las vestiduras viles de Josué representaban el pecado, las nuevas vestiduras representan la nueva experiencia del creyente en Cristo. En el proceso de la justificación, los pecados que han sido confesados y perdonados se transfieren al puro y santo Hijo de Dios, el Cordero portador del pecado. “El creyente arrepentido y carente de méritos, sin embargo, es vestido con la justicia imputada de Cristo. Este intercambio de vestiduras, esta transacción divina y salvadora, es la doctrina bíblica de la justificación”.6 El creyente justificado ha experimentado el perdón y ha sido purificado de sus pecados.
Los resultados. ¿Cuáles son los resultados del arrepentimiento y la justificación?
1. La santificación. La palabra “santificación” es una traducción del griego haguiasmós, que significa “santidad”, “consagración”, “santificación”, derivado de hagiazo, “hacer santo”, “consagrar”, “santificar”, “colocar aparte”. El equivalente en hebreo es qâdash, “apartar del uso común”.7
Los verdaderos arrepentimiento y justificación conducen a la santificación. La justificación y la santificación se hallan estrechamente relacionadas,8 distintas pero nunca separadas. Designan dos aspectos de la salvación: La justificación es lo que Dios hace por nosotros, mientras la santificación es lo que Dios hace en nosotros.
Ni la justificación ni la santificación son el resultado de obras meritorias. Ambas se deben únicamente a la gracia y la justicia de Cristo. “La justicia por la cual somos justificados es imputada; la justicia por la cual somos santificados es impartida. La primera es nuestro derecho al cielo; la segunda, nuestra idoneidad para el cielo”.9
Las tres frases de la santificación, de acuerdo con la Biblia, son: (1) Un acto cumplido en el pasado del creyente; (2) un proceso en la experiencia presente del creyente; (3) y el resultado final que el creyente experimentará cuando Cristo vuelva.
Con referencia al pasado del pecador, en el momento de la justificación, el creyente es también santificado “en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Cor. 6:11). El individuo se convierte en un “santo”. En ese punto, el nuevo creyente es redimido, y pasa a pertenecer completamente a Dios.
Como resultado del llamado de Dios (Rom. 1:7), los creyentes son llamados “santos”, por cuanto ahora están “en Cristo” (Fil. 1:1; ver también Juan 15:1‑7), no por haber logrado un estado de impecabilidad. La salvación es una experiencia presente. “Nos salvó –dice Pablo– […] por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (Tito 3:5), apartándonos y consagrándonos para un propósito santo y para caminar con Cristo.
2. La adopción en la familia de Dios. Al mismo tiempo, los nuevos creyentes han recibido el “espíritu de adopción”. Dios los ha adoptado como sus hijos, lo cual significa que los creyentes son hijos e hijas del Rey celestial. Nos ha transformado en “herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Rom. 8:15‑17). ¡Qué privilegio, qué honor y gozo!
3. La seguridad de la salvación. La justificación trae aparejada la seguridad de que el creyente ha sido aceptado. Trae el gozo de ver cómo nuestra unión con Dios se restaura ahora. No importa cuán pecaminosa haya sido nuestra vida pasada, Dios perdona todos nuestros pecados, y ya no nos hallamos bajo la condenación y la maldición de la ley. La redención se ha vuelto una realidad: “En el Amado […] tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Efe. 1:6, 7).
4. El comienzo de una vida nueva y victoriosa. El darnos cuenta de que la sangre del Salvador cubre nuestro pasado pecaminoso trae salud al cuerpo, el alma y la mente. Podemos entonces abandonar nuestros sentimientos de culpabilidad, por cuanto en Cristo todo es perdonado, todo llega a ser nuevo. Al impartirnos diariamente su gracia, Cristo comienza a transformarnos a la imagen de Dios. “La Palabra destruye la naturaleza terrenal y natural, e imparte una nueva vida en Cristo Jesús. El Espíritu Santo viene al alma como Consolador. Por medio del factor transformador de su gracia, la imagen de Dios se reproduce en el discípulo; llega a ser una nueva criatura. El amor reemplaza al odio y el corazón recibe la semejanza divina. Esto es lo que significa vivir de ‘toda palabra que sale de la boca de Dios’ ”.10
A medida que crece nuestra fe en él, progresa también nuestro sanamiento y transformación, y recibimos de Cristo victorias crecientes sobre los poderes de las tinieblas. El hecho de que el Salvador venció al mundo garantiza nuestra liberación de la esclavitud del pecado (Juan 16:33).
5. El don de la vida eterna. Nuestra nueva relación con Cristo trae consigo el don de la vida eterna. Juan afirmó: “El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:12). Ya se ha solucionado el problema que significaba nuestro pasado pecaminoso; por medio del Espíritu que mora en nosotros, ahora podemos gozar de las bendiciones de la salvación.
La experiencia de la salvación y el presente
A través de la sangre de Cristo, que trae purificación, justificación y santificación, el creyente se convierte en “nueva criatura […] las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Cor. 5:17).
Un llamado a una vida de santificación. La salvación incluye el vivir una vida santificada sobre la base de lo que Cristo cumplió en el Calvario. Pablo apeló a los creyentes para que vivieran una vida consagrada a la santidad ética y la conducta moral. (1 Tes. 4:7.) Con el fin de capacitarlos para experimentar la santificación, Dios concede a los creyentes el “Espíritu de santidad” (Rom. 1:4). “Que [Dios] os dé –dijo Pablo–, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones” (Efe. 3:16, 17).
Por haber llegado a ser una nueva creación, los creyentes tienen nuevas responsabilidades. Dice Pablo: “Así como para iniquidad presentasteis vuestros miembros para servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para santificación presentad vuestros miembros para servir a la justicia” (Rom. 6:19). Ahora los creyentes deben vivir “por el Espíritu” (Gál. 5:25).
Los creyentes llenos del Espíritu “no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Rom. 8:1; ver 8:4). Son transformados, puesto que “el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz” (Rom. 8:6). Al recibir al Espíritu Santo, los creyentes ya no viven “según la carne, sino según el Espíritu” (Rom. 8:9).
El propósito más elevado de la vida llena del Espíritu es agradar a Dios (1 Tes. 4:1). Pablo declara que la voluntad de Dios es nuestra santificación. Por lo tanto, debemos abstenernos “de fornicación” y recibir el consejo de “que ninguno agravie ni engañe en nada a su hermano […] pues no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santificación” (1 Tes. 4:3, 6, 7).
El cambio interior. En ocasión de la segunda venida de Cristo, seremos transformados físicamente. Este cuerpo mortal corruptible se revestirá de inmortalidad (1 Cor. 15:51‑54). Sin embargo, nuestros caracteres deben ser transformados en preparación para la Segunda Venida.
La transformación del carácter implica los aspectos mentales y espirituales de la imagen dañada de Dios, esa “naturaleza interior” que debe ser renovada diariamente (2 Cor. 4:16; comparar con Rom. 12:2). “Los que llegan a ser nuevas criaturas en Cristo Jesús producirán los frutos del Espíritu: ‘Amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza’. Ya no se conformarán por más tiempo con las concupiscencias anteriores, sino que por la fe del Hijo de Dios seguirán sus pisadas, reflejarán su carácter y se purificarán a sí mismos así como él es puro. Ahora aman las cosas que en un tiempo aborrecían, y aborrecen las cosas que en otro tiempo amaban. El orgulloso y presumido llega a ser manso y humilde de corazón. El vano y altanero llega a ser serio y discreto. El borracho llega a ser sobrio; y el libertino, puro. Han dejado a un lado las costumbres y las modas vanas del mundo. Los cristianos no buscan ‘el adorno exterior’, sino el ‘interno, el del corazón […] el incorruptible adorno de un espíritu afable y apacible’ ”.11
Así, la iglesia está rejuveneciéndose interiormente; cada cristiano completamente entregado está siendo cambiado cada día de gloria en gloria, hasta que, en la Segunda Venida, se complete su transformación a la imagen de Dios.
1. La participación de Cristo y el Espíritu Santo. Únicamente el Creador puede cumplir la obra creadora de transformar nuestra vida (1 Tes. 5:23). Sin embargo, no lo hace sin nuestra participación. Debemos colocarnos en el canal de la obra del Espíritu, lo cual podemos realizar contemplando a Cristo. A medida que meditamos en la vida de Cristo, el Espíritu Santo restaura las facultades físicas, mentales y espirituales (ver Tito 3:5). La obra del Espíritu Santo abarca, entonces, no solo la revelación de Cristo, sino también el proceso de restaurarnos a su imagen (ver Rom. 8:1‑10).
Dios desea vivir en el corazón de sus hijos. El apóstol Juan dice: “El que guarda sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él” (1 Juan 3:24; 4:12; ver 2 Cor. 6:16). Es esta realidad lo que le permitió al apóstol Pablo decir: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gál. 2:20; comparar con Juan 14:23). La presencia interior del Creador revive diariamente a los creyentes en lo interior (2 Cor. 4:16), renovando su mente (Rom. 12:2; ver también Fil. 2:5).
2. Participamos de la naturaleza divina. Las “preciosas y grandísimas promesas” de Cristo lo comprometen a concedernos su divino poder para completar la transformación de nuestro carácter (2 Ped. 1:4). Este acceso al poder divino nos permite añadir, con toda diligencia, a nuestra “fe virtud; a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor” (2 Ped. 1:5‑7). “Porque si estas cosas están en vosotros, y abundan –agrega el apóstol–, no os dejarán estar ociosos ni sin fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. Pero el que no tiene estas cosas tiene la vista muy corta; es ciego” (2 Ped. 1:8, 9).
a. Solo por medio de Cristo. Lo que transforma a los seres humanos a la imagen de su Creador es el acto de revestirse, o participar, del Señor Jesucristo (Rom. 13:14; Heb. 3:14), la “renovación del Espíritu Santo” (Tito 3:5). Es el perfeccionamiento del amor de Dios en nosotros (1 Juan 4:12). He aquí el misterio similar al de la encarnación del Hijo de Dios. Así como el Espíritu Santo hizo posible que el Cristo divino participara de la naturaleza humana, de la misma forma ese Espíritu hace posible que nosotros participemos de los rasgos divinos de carácter. Esta apropiación de la naturaleza divina renueva el ser interior, haciendo que nos parezcamos a Cristo, si bien en un nivel diferente: Cristo se hizo humano; los creyentes, por su parte, no pasan a ser divinos, pero desarrollan un carácter semejante al de Dios.
b. Un proceso dinámico. La santificación es progresiva. Por medio de la oración y el estudio de la Palabra, crecemos constantemente en comunión con Dios.
No basta con el mero desarrollo de la comprensión intelectual del plan de salvación. “Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros –reveló Jesús–. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él” (Juan 6:53‑56).
¿Qué significa comer su carne y beber su sangre? Esta imagen transmite vívidamente el hecho de que los creyentes deben asimilar las palabras de Cristo. “Comer la carne y beber la sangre de Cristo es recibirlo como Salvador personal, creyendo que perdona nuestros pecados y que somos completos en él. ¿Cómo llegamos a ser participantes de su naturaleza? Por medio de la contemplación de su amor, por habitar en su amor, por beber en su amor. Lo que el alimento es para el cuerpo, Cristo debe serlo para el alma. El alimento no puede beneficiarnos a menos que lo comamos, a menos que llegue a ser parte de nuestro ser. Así también Cristo no tiene valor para nosotros si no lo conocemos como un Salvador personal. Un conocimiento teórico no nos beneficiará. Debemos alimentarnos de él, recibirlo en el corazón, de manera que su vida llegue a ser nuestra vida. Su amor y su gracia deben ser asimilados”.12
3. Las dos transformaciones. En 1517, el año en que Lutero clavó sus 95 tesis en la puerta de la iglesia‑castillo de Wittenberg, Alemania, Rafael comenzó a pintar en Roma su famoso cuadro de la transfiguración. Esos dos sucesos tenían algo en común. El acto de Lutero marcó el nacimiento del protestantismo; y el cuadro de Rafael, si bien en forma no intencional, simbolizaba el espíritu de la Reforma.
El cuadro muestra a Cristo de pie en la montaña, y al endemoniado en el valle, mirando hacia Cristo con una expresión de esperanza en el rostro (ver Mar. 9:2‑29). Los dos grupos de discípulos –uno en la montaña y el otro en el valle– representan dos clases de cristianos.
Los discípulos que estaban en la montaña deseaban permanecer con Cristo, aparentemente sin sentir preocupación por las necesidades de los habitantes del valle. A través de los siglos, muchos han construido refugios en las “montañas”, muy alejados de las necesidades del mundo. Su experiencia consiste en oraciones sin obras.
Por otra parte, los discípulos que estaban en el valle trabajaron sin orar, y sus esfuerzos por echar fuera el demonio fracasaron. Hay multitudes que se han visto aprisionadas, ya sea en la trampa de trabajar en favor de otros careciendo de poder o en la de orar mucho sin trabajar por los demás. Estas dos clases de cristianos necesitan que se restaure en ellos la imagen de Dios.
a. La verdadera transformación. Dios espera reproducir su imagen en los seres caídos, transformando sus voluntades, mentes, deseos y caracteres. El Espíritu Santo produce en los creyentes un cambio decidido en su punto de vista. Sus frutos, “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gál. 5:22, 23), ahora constituyen su estilo de vida, aunque continúan siendo mortales corruptibles hasta la venida de Cristo.
Si no resistimos al Salvador, él “se identificará de tal manera con nuestros pensamientos y fines, amoldará de tal manera nuestro corazón y mente en conformidad con su voluntad, que cuando le obedezcamos estaremos tan solo ejecutando nuestros propios impulsos. La voluntad, refinada y santificada, hallará su más alto deleite en servirlo”.13
b. Los dos destinos. La transfiguración de Cristo revela otro contraste notable. Cristo se transfiguró, pero, en cierto sentido, lo mismo se puede decir del muchacho en el valle (ver Mar. 9:1‑29). El joven se había transfigurado en una imagen demoníaca (ver Mar. 9:1‑29). Aquí vemos iluminarse dos planes opuestos: el plan divino de restaurarnos, y el de Satanás para arruinarnos. La Escritura afirma que Dios “es poderoso para guardaros sin caída” (Jud. 24). Satanás, por su parte, hace todo lo posible por mantenernos en un estado caído.
La vida implica constantes cambios. No hay terreno neutral. Estamos siendo ya sea ennoblecidos o degradados. Somos “esclavos del pecado” o “siervos de la justicia” (Rom. 6:17, 18). El que ocupa nuestra mente nos ocupa a nosotros. Si por medio del Espíritu Santo Cristo ocupa nuestra mente, llegaremos a ser individuos semejantes a Cristo; una vida llena del Espíritu lleva “cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Cor. 10:5). Pero, si estamos sin Cristo, eso nos separa de la fuente de vida y en cambio hace que nuestra destrucción final sea inevitable.
La perfección de Cristo. ¿En qué consiste la perfección bíblica? ¿Cómo puede recibírsela?
1. La perfección bíblica. Las palabras, “perfecto” y “perfección” son traducciones del hebreo tâm o tâmîm, que significa “completo”, “recto”, “pacífico”, “íntegro”, “saludable”, o “intachable”. En general, el término griego teleios significa “completo”, “perfecto”, “completamente desarrollado”, “maduro”, “plenamente desarrollado”, o “que ha logrado su propósito”.14
En el Antiguo Testamento, cuando la palabra se usa con referencia a seres humanos, tiene un sentido relativo. A Noé, Abraham y Job se los describe como perfectos o intachables (Gén. 6:9; 17:1; 22:18; Job 1:1, 8), a pesar de que todos ellos tenían imperfecciones (Gén. 9:21; 20; Job 40:2‑5).
En el Nuevo Testamento, la palabra perfecto a menudo señala a individuos maduros que vivieron de acuerdo con toda la luz de que disponían, y lograron desarrollar al máximo el potencial de sus poderes espirituales, mentales y físicos (ver 1 Cor. 14:20; Fil. 3:15; Heb. 5:14). Los creyentes deben ser perfectos en su esfera limitada, declaró Cristo, así como Dios es perfecto en su esfera infinita y absoluta (ver Mat. 5:48). A la vista de Dios, un individuo perfecto es aquel cuyo corazón y vida se han rendido completamente a la adoración y al servicio de Dios, creciendo constantemente en el conocimiento de lo divino, y que, por la gracia de Dios, vive en armonía con toda la luz que ha recibido, regocijándose al mismo tiempo en una vida de victoria (ver Col. 4:12; Sant. 3:2).
2. La perfección completa en Cristo. “El ideal de Dios para sus hijos es más elevado de lo que puede alcanzar el más sublime pensamiento humano. ‘Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto’. Esta orden es una promesa. El plan de redención contempla nuestro rescate del poder de Satanás. Cristo separa siempre del pecado al alma contrita. Vino para destruir las obras del diablo, y ha hecho provisión para que el Espíritu Santo sea impartido a toda alma arrepentida para guardarla de pecar”.15
¿Cómo podemos llegar a ser perfectos? El Espíritu Santo nos trae la perfección de Cristo. Por fe, el carácter perfecto de Cristo llega a ser nuestro. Nadie podrá jamás pretender que posee esa perfección en forma independiente, como si fuese su posesión innata, o como si tuviese derecho a ella. La perfección es un don de Dios.
Aparte de Cristo, los seres humanos no pueden obtener justicia. “El que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto –dijo Jesús–; porque separados de mi nada podéis hacer” (Juan 15:5). Cristo es el que “nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación, y redención” (1 Cor. 1:30).
En Cristo, estas cualidades constituyen nuestra perfección. Él completó de una vez por todas nuestra santificación y redención. Nadie puede añadir a lo que nuestro Salvador ha hecho. Nuestro vestido de bodas, o manto de justicia, fue tejido por la vida de Cristo, su muerte y resurrección. El Espíritu Santo toma el producto terminado y lo reproduce en la vida del cristiano. De este modo, podemos ser “llenos de toda la plenitud de Dios” (Efe. 3:19).
3. Avancemos hacia la perfección. ¿Qué papel nos toca desempeñar a nosotros en calidad de creyentes? Por medio de Cristo que mora en nosotros, crecemos hacia la madurez espiritual. Por medio de los dones que Dios ha concedido a su iglesia, podemos desarrollarnos “hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe […] a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efe. 4:13). Necesitamos crecer más allá de la experiencia provista por nuestra niñez espiritual (Efe. 4:14), y de las verdades básicas de la experiencia cristiana, avanzando hasta participar del “alimento sólido”, preparado para los creyentes maduros (Heb. 5:14). “Por tanto –dice Pablo–, dejando ya los rudimentos de la doctrina de Cristo, vamos adelante a la perfección” (Heb. 6:1). “Esto pido en oración –dice el apóstol–, que vuestro amor abunde aún más y más en ciencia y en todo conocimiento, para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e irreprensibles para el día de Cristo, llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (Fil. 1:9‑11).
La vida santificada no se halla exenta de severas dificultades y obstáculos. Pablo amonesta a los creyentes, diciéndoles: “Amados míos […] ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor”. Pero en seguida añade las siguientes palabras animadoras: “Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Fil. 2:12, 13).
“Exhortaos los unos a los otros cada día” aconseja el apóstol, “para que ninguno de vosotros se endurezca por el engaño del pecado. Porque somos hechos participantes de Cristo, con tal que retengamos firme hasta el fin nuestra confianza del principio” (Heb. 3:13, 14; comparar con Mat. 24:13).
Pero, advierte la Escritura, “si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio” (Heb. 10:26, 27).
Estas exhortaciones hacen evidente que los cristianos “necesitan más que una justificación o una santificación puramente legales. Necesitan santidad de carácter, si bien la salvación siempre es por fe. El título al cielo descansa exclusivamente en la justicia de Cristo. Además de la justificación, el plan divino de salvación provee, por medio de dicho título, y por el hecho de que Cristo mora en el corazón, la idoneidad para el cielo. Esta idoneidad debe ser revelada en el carácter moral del hombre como evidencia de que la salvación ‘ha sucedido’ ”.16
¿Qué significa esto en términos humanos? La oración continua es indispensable si hemos de vivir una vida santificada que sea perfecta en cada etapa de su desarrollo. “Por lo cual también nosotros […] no cesamos de orar por vosotros […] para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios” (Col. 1:9, 10).
La justificación diaria. Todos los creyentes que viven una vida santificada y llena del Espíritu (poseídos por Cristo) tienen una necesidad continua de recibir diariamente la justificación (otorgada por Cristo). La necesitamos a causa de nuestras transgresiones conscientes y de los errores que podamos cometer sin darnos cuenta. Conociendo la pecaminosidad del corazón humano, David rogó el perdón de sus errores ocultos (ver Sal. 19:12; Jer. 17:9). Refiriéndose específicamente a los pecados de los creyentes, Dios nos asegura que “si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1).
La experiencia de la salvación y el futuro
Nuestra salvación se cumple en forma final y completa al ser glorificados en la resurrección o al ser trasladados al cielo. Por medio de la glorificación, Dios comparte con los redimidos su propia gloria radiante. Esa es la esperanza que todos nosotros anticipamos, en nuestra calidad de hijos de Dios. Dice Pablo: “Nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Rom. 5:2).
La glorificación llega a ser una realidad en ocasión de la Segunda Venida, cuando Cristo aparece “para salvar a los que le esperan” (Heb. 9:28).
Glorificación y santificación. La encarnación de Cristo en nuestros corazones es una de las condiciones para la salvación futura, es decir, la glorificación de nuestros cuerpos mortales. Porque es “Cristo en vosotros –dice Pablo–, la esperanza de gloria” (Col. 1:27). Y en otro lugar, explica: “Si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros” (Rom. 8:11). Pablo afirma que Dios nos ha “escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad […] para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tes. 2:13, 14).
En Cristo, ya estamos en el salón del Trono celestial (Col. 3:1‑4). Los que son “partícipes del Espíritu Santo”, ya “gustaron […] los poderes del siglo venidero” (Heb. 6:4, 5). Al contemplar la gloria del Señor y fijar nuestros ojos en la belleza irresistible del carácter de Cristo, “somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen [de Cristo]” (2 Cor. 3:18), y vamos siendo preparados para la transformación que experimentaremos en la Segunda Venida.
Nuestra redención y adopción final como hijos de Dios sucede en el futuro. Pablo dice: “Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios”, y añade que “nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Rom. 8:19, 23; comparar con Efe. 4:30).
Este acontecimiento culminante sucede en “los tiempos de la restauración de todas las cosas” (Hech. 3:21). Cristo lo llama “la renovación de todas las cosas” (Mat. 19:28, Nueva Versión Internacional [NVI]). Entonces “la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Rom. 8:21).
La posición bíblica según la cual, en un sentido, la adopción y la redención –o salvación– ya se han cumplido, pero en otro sentido todavía no, tiende a confundir a algunos. La respuesta la provee el estudio del panorama completo que abarca la obra de Cristo como Salvador. “Pablo relacionaba nuestra salvación presente con la primera venida de Cristo. En la cruz histórica, en la resurrección y en el ministerio celestial de Jesucristo, nuestra justificación y nuestra santificación fueron aseguradas de una vez y para siempre. Sin embargo, Pablo relaciona nuestra salvación futura, la glorificación de nuestros cuerpos, con el segundo advenimiento de Cristo.
“Por esta razón Pablo puede decir en forma simultánea: ‘somos salvos’, en vista de la Cruz y la resurrección de Cristo en el pasado; y: ‘todavía no somos salvos’, en vista del futuro retorno de Cristo para la redención de nuestros cuerpos”.17
Hacer énfasis en nuestra salvación presente excluyendo al mismo tiempo nuestra salvación futura produce una comprensión incorrecta y desafortunada de la salvación completa de Cristo.
La glorificación y la perfección. Algunos creen incorrectamente que la perfección máxima que la glorificación producirá ya está disponible para los seres humanos. Pero Pablo escribió cerca del fin de su vida: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:12‑14).
La santificación es un proceso que dura toda la vida. La perfección actual es nuestra solo en Cristo, pero la transformación ulterior y abarcadora de nuestra vida conforme a la imagen de Dios sucederá en ocasión de la Segunda Venida. Pablo nos amonesta: “Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Cor. 10:12). La historia de Israel y la vida de David, Salomón y Pedro constituyen serias amonestaciones para todos. “Mientras dure la vida, es preciso resguardar los afectos y las pasiones con un propósito firme. Hay corrupción interna; hay tentaciones externas; y siempre que deba avanzar la obra de Dios, Satanás hará planes para disponer las circunstancias de modo que la tentación sobrevenga con poder aplastante sobre el alma. No podemos estar seguros ni un momento a menos que dependamos de Dios y nuestra vida esté oculta con Cristo en Dios”.18
Nuestra transformación final sucederá cuando recibamos la incorruptibilidad y la inmortalidad, cuando el Espíritu Santo restaure completamente la creación original.
La base de nuestra aceptación ante Dios
Ni los rasgos de un buen carácter ni la conducta impecable deben constituir la base de nuestra aceptación ante Dios. La justicia salvadora viene del único Hombre recto, Jesús, y es el Espíritu Santo el que la trae hasta nosotros. No podemos contribuir absolutamente nada al don de la justicia de Cristo; solo podemos recibirlo. Fuera de Cristo, no hay nadie más que sea justo (Rom. 3:10); la justicia humana independiente de él es solo trapos inmundos (Isa. 64:6; ver también Dan. 9:7, 9, 11, 20; 1 Cor. 1:30).19
Aun lo que hacemos en respuesta al amor salvador de Cristo no puede formar la base de nuestra aceptación ante Dios. Esa aceptación se identifica con la obra de Cristo. Al traer a Cristo hasta nosotros, el Espíritu Santo nos concede esa aceptación.
Dicha aceptación ¿se basa en la justicia imputada de Cristo, en su justificación santificadora, o en ambas? Juan Calvino señaló que así como “Cristo no puede ser dividido en partes, del mismo modo las dos cosas, justificación y santificación, las cuales percibimos que están unidas en él, son inseparables”.20 El ministerio de Cristo debe ser visto en su totalidad. Esto hace que sea de primordial importancia evitar especulaciones acerca de estos dos términos, al “tratar de definir minuciosamente los detalles que distinguen a la justificación de la santificación […] ¿Por qué tratar de ser más minuciosos que la Inspiración en la cuestión vital de la justificación por la fe?”21
Tal como el Sol tiene luz y calor, ambos inseparables y sin embargo con funciones únicas, así también Cristo debe convertirse para nosotros en justificación tanto como en santificación (1 Cor. 1:30). No solo nos hallamos plenamente justificados sino también completamente santificados en él.
El Espíritu Santo trae a nuestro interior el “Consumado es” del Calvario, y aplica a nosotros la única experiencia de aceptación de la humanidad por parte de Dios. El “Consumado es” de la cruz invalida cualquier intento humano de lograr aceptación. Al poner en nuestro interior al Crucificado, el Espíritu nos concede la única base de nuestra esperanza de aceptación ante Dios, proveyendo así el único título genuino de idoneidad para la salvación disponible para nosotros.
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Referencias
1. White, El camino a Cristo, p. 60.
2. Ver los artículos “Conversion” y “Repent, Repentance”, SDA Bible Dictonary [Diccionario bíblico adventista], ed. rev., pp. 235, 933.
3. White, El camino a Cristo, p. 21.
4. W. E. Vine, An Expository Dictionary of the New Testament Words [Diccionario expositivo de las palabras del Nuevo Testamento] (Old Tappan, NJ: Fleming H. Revell, 1966), pp. 284‑286; William F. Arndt y F. Wilbur Gingrich, A Greek English Lexicon of the New Testament and Other Early Christian Literature (Chicago, Illinois: University of Chicago Press, 1973), p. 196.
5. “Justificación”, Diccionario bíblico adventista, pp. 687, 688.
6. LaRondelle, p. 47.
7. “Santificación”, Diccionario bíblico adventista, p. 1.054.
8. Ibíd.
9. White, Mensajes para los jóvenes (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2013), p. 31.
10. __________, El Deseado de todas las gentes, p. 355.
11. __________, El camino a Cristo, p. 50.
12. __________, El Deseado de todas las gentes, p. 353.
13. Ibíd., p. 621.
14. “Perfección, perfecto”, Diccionario bíblico adventista, p. 922.
15. White, El Deseado de todas las gentes, p. 277.
16. LaRondelle, p. 77.
17. Ibíd., p. 89.
18. White, en Comentario bíblico adventista, t. 2, p. 1.026.
19. Refiriéndose a Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, Elena de White declaró: “Los servicios religiosos, las oraciones, la alabanza, la confesión arrepentida del pecado ascienden desde los verdaderos creyentes como incienso ante el Santuario celestial, pero al pasar por los canales corruptos de la humanidad se contaminan de tal manera que, a menos que sean purificados por sangre, nunca pueden ser de valor ante Dios. No ascienden en pureza inmaculada, y a menos que el Intercesor, que está a la diestra de Dios, presente y purifique todo por su justicia, no son aceptables ante Dios. Todo el incienso de los tabernáculos terrenales debe ser humedecido con las purificadoras gotas de la sangre de Cristo” (Mensajes selectos, t. 1, p. 404).
20. Juan Calvino, Institutes of the Christian Religion [Instituciones de la religión cristiana] (Grand Rapids: Associated Publisher and Authors, Inc.), III, 11, 6.
21. White, Fe y obras (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 1984), p. 11.