La doctrina de Dios

La unidad en el cuerpo de Cristo

Explicación

La iglesia es un cuerpo constituido por muchos miembros, llamados de entre todas las naciones, razas, lenguas y pueblos. En Cristo, somos una nueva creación; las diferencias de raza, cultura, educación y nacionalidad, y las diferencias entre encumbrados y humildes, ricos y pobres, hombres y mujeres, no deben causar divisiones entre nosotros. Todos somos iguales en Cristo, quien por un mismo Espíritu nos unió en comunión con él y los unos con los otros; debemos servir y ser servidos sin parcialidad ni reservas. Por medio de la revelación de Jesucristo en las Escrituras, participamos de la misma fe y la misma esperanza, y damos a todos un mismo testimonio. Esta unidad tiene sus orígenes en la unicidad del Dios triuno, que nos adoptó como hijos suyos (Sal. 133:1; Mat. 28:19, 20; Juan 17:20-23; Hech. 17:26, 27; Rom. 12:4, 5; 1 Cor. 12:12-14; 2 Cor. 5:16, 17; Gál. 3:27-29; Efe. 2:13-16; 4:3-6, 11-16; Col. 3:10-15).

CUANDO JESÚS TERMINÓ SU MINISTERIO EN EL MUNDO (Juan 17:4), no dejó por eso de preocuparse profundamente por la condición de sus discípulos, aun el atardecer antes de su muerte.
Los celos produjeron entre ellos discusiones sobre quién era el mayor, y cuál de ellos ocuparía las posiciones más elevadas en el reino de Cristo (Mat. 20:25, 26). La explicación de Cristo –según la cual la humildad era la sustancia de su reino, y sus verdaderos seguidores debían ser siervos, entregándose voluntariamente al servicio sin expectativas de recibir nada, ni aun una palabra de agradecimiento, en retorno– parecía haber caído en oídos sordos (Luc. 17:10). Hasta el ejemplo que estableció el Salvador, al inclinarse para lavar los pies de sus discípulos cuando ninguno de ellos quería hacerlo debido a las implicaciones, parecía haber sido en vano (ver el cap. 16 de esta obra).
Jesús es amor. Era su simpatía lo que mantenía a las multitudes en pos de él. Por no comprender ese amor abnegado, sus discípulos estaban llenos de duros prejuicios contra los no judíos, las mujeres, los “pecadores” y los pobres, lo cual los cegaba para no ver el amor de Cristo, que todo lo abarca, y que se manifestaba aun hacia esos grupos detestados. Cuando los discípulos lo encontraron conversando con una mujer samaritana de mala repu­tación, todavía no habían aprendido que los campos, maduros para la cosecha, incluyen granos de todas clases, listos para ser recogidos. Todavía no habían aceptado que el Reino de Cristo no hace distinción entre judíos y gentiles, romanos y griegos, hombres y mujeres. Todos son pecadores, y todos están invitados a formar parte del Reino de Dios.
Pero a Cristo no podía conmoverlo la tradición, la opinión pública, y ni siquiera el control familiar. Su amor irrefrenable alcanzaba a la humanidad quebrantada y la restauraba. Ese amor, que los haría distinguirse del pueblo indiferente, sería la evidencia de que eran verdaderos discípulos. “Que os améis unos a otros, como yo os he amado”, fue su mandamiento (Juan 15:12). Así como el Maestro amó, ellos debían amar. Desde entonces, y por siempre, el mundo podría distinguir a los cristianos, no por causa de su profesión, sino por la revelación del amor de Cristo en ellos (ver Juan 13:34, 35).
Aun mientras el Salvador estaba en el jardín del Getsemaní, su preocupación más importante era la unidad de su iglesia, “los hombres que del mundo me diste” (Juan 17:6). Le rogó a su Padre que en la iglesia existiese una unidad similar a la que experimentaban los miembros de la Deidad. “Que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17:21).
Esta unidad constituye la herramienta más poderosa que posee la iglesia para testificar, por cuanto ofrece evidencias del abnegado amor que Cristo siente por la humanidad. Dijo el Señor: “Yo en ellos, y tú en mí para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Juan 17:23).
La unidad de la Biblia y la iglesia
¿Qué clase de unidad tenía Cristo en mente para la iglesia visible de hoy? ¿Cómo llegan a ser posibles tales amor y unidad? ¿Cuál es su fundamento? ¿Cuáles son sus elementos constituyentes? ¿Demanda uniformidad o permite la diversidad? ¿Cómo funciona la unidad?

La unidad del Espíritu. El Espíritu Santo es la fuerza motriz que impulsa a la iglesia a la unidad. Por su medio, los creyentes son llevados a la iglesia; por él son “todos bautizados en un cuerpo” (1 Cor. 12:13). Dichos miembros bautizados deben experimentar la clase de unidad que Pablo describió como “la unidad del Espíritu” (Efe. 4:3).
El apóstol enumera los componentes básicos de la unidad del Espíritu: hay “un cuerpo, y un Espíritu, afirma, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos” (Efe. 4:4-6). Las siete repeticiones de la palabra uno en este pasaje enfatizan la unidad completa que Pablo tiene en mente.
El Espíritu Santo llama a individuos de toda nacionalidad y raza, y los bautiza en un cuerpo, el cuerpo de Cristo, la iglesia. A medida que crecen en Cristo, las diferencias culturales van dejando de producir divisiones. El Espíritu Santo derriba las barreras entre encumbrados y humildes, ricos y pobres, varones y mujeres. Al darse cuenta de que a la vista de Dios son todos iguales, se consideran con alta estima los unos a los otros.
Esta unidad también funciona en un nivel corporativo. Significa que las iglesias locales de todo lugar son iguales, aunque algunas reciban dinero y misioneros provenientes de otros países. Dicha unión espiritual no conoce jerarquías. Tanto los nacionales como los misioneros son iguales delante de Dios.
La iglesia unida tiene una esperanza, “la esperanza bienaventurada” de salvación que se verá cumplida en “la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2:13). Esta esperanza es una fuente de paz y gozo, y provee un poderoso motivo para el testimonio unido (Mat. 24:14). Lleva a la transformación, porque “todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:3).
Por medio de una fe común –la fe personal en el sacrificio expiatorio de Jesucristo–, todos llegan a ser parte del cuerpo. El bautismo, que simboliza ser sepultado con Cristo y ser resucitado con él en su resurrección (Rom. 6:3-6), expresa a la perfección la fe del creyente y da testimonio de la unión del creyente con el cuerpo de Cristo.
Finalmente, la Escritura enseña que hay un Espíritu, un Señor y un Dios y Padre. Todos los aspectos de la unidad eclesiástica están fundados en la unidad del Dios triuno. “Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Y hay diversidad de operaciones, pero Dios que hace todas las cosas en todos, es el mismo” (1 Cor. 12:4-6).

El alcance de la unidad. Los creyentes experimentan unidad de mente y juicio. Notemos las siguientes exhortaciones: “El Dios de la paciencia y de la consolación os dé entre vosotros un mismo sentir según Cristo Jesús, para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Rom. 15:5, 6). “Os ruego, pues, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer” (1 Cor. 1:10). “Hermanos, tened gozo, perfeccionaos, consolaos, sed de un mismo sentir, y vivid en paz; y el Dios de paz y de amor estará con vosotros” (2 Cor. 13:11).
En consecuencia, la iglesia de Dios debería revelar unidad de sentimiento, pensamiento y acción. ¿Significa esto que los miembros deben tener los mismos sentimientos, pensamientos y acciones? La unidad bíblica ¿implica uniformidad?

La unidad en la diversidad. La unidad bíblica no significa uniformidad. La metáfora bíblica del cuerpo humano demuestra que la unidad de la iglesia existe en la diversidad.
El cuerpo tiene muchos órganos, y todos contribuyen al funcionamiento óptimo del cuerpo. Cada uno realiza una tarea vital, pero diferente; nadie es inútil.
Este mismo principio opera en la iglesia. Dios distribuye sus dones “repartiendo a cada uno en particular como él quiere” (1 Cor. 12:11), creando una diversidad saludable que beneficia a la congregación. No todos los miembros piensan de la misma manera, ni todos están capacitados para realizar la misma obra. Sin embargo, todos funcionan bajo la dirección del mismo Espíritu, fortaleciendo a la iglesia en la medida que se lo permiten sus capacidades recibidas de Dios.
Para cumplir su misión, la iglesia necesita la contribución de todos los dones. Unidos, proveen un empuje evangelizador total. El éxito de la iglesia no depende de que cada miembro sea la misma cosa y haga lo mismo que todos los demás; más bien, de que todos los miembros realicen las tareas que Dios les asigne.
En la naturaleza, la vid con sus pámpanos provee una ilustración de unidad en la diversidad. Jesús usó la metáfora de la vid para ilustrar la unión del creyente con el Salvador (Juan 15:1-6). Los pámpanos, es decir los creyentes, son las extensiones de la Vid verdadera, que es Cristo. A semejanza de los pámpanos y las hojas, cada cristiano individual difiere de los otros, y sin embargo existe la unidad, por cuanto todos ellos reciben su nutrición de la misma fuente, que es la Vid. Los pámpanos de la vid están individualmente separados, y no se absorben los unos a los otros; sin embargo, cada pámpano estará en comunión con los otros, si se hallan unidos al mismo tronco. Todos reciben alimento de la misma fuente, y asimilan las mismas propiedades vivificantes.
Así pues, la unidad cristiana depende de que los miembros estén injertados en Cristo. De él viene el poder que vitaliza la vida cristiana. Él es la fuente del talento y el poder necesarios para que la iglesia cumpla su tarea. La vinculación con él da forma a los gustos, los hábitos y los estilos de vida de todos los cristianos. Por medio de él, todos los miembros están unidos unos con otros, y empeñados en una misión común. Si los miembros permanecen en él, el egoísmo se desvanece y se establece la unidad cristiana, permitiéndoles cumplir la misión que Cristo le encarga a su pueblo.
De modo que, si bien hay diferentes temperamentos en la iglesia, todos obran bajo la dirección de una Cabeza. Hay numerosos dones, pero un solo Espíritu. Si bien los dones difieren, hay acción armoniosa. “Hay diversidad de operaciones, pero Dios que hace todas las cosas en todos, es el mismo” (1 Cor. 12:6).

La unidad de la fe. La diversidad de dones no significa diversidad de creencias. En los últimos días, la iglesia de Dios estará compuesta por un pueblo que comparte el fundamento común del evangelio eterno, y cuyas vidas se caracterizan por la observancia de los mandamientos de Dios y la fe de Jesús (Apoc. 14:12). Unidos, proclaman al mundo la invitación divina a la salvación.
¿Cuán importante es la unidad de la iglesia?
La unidad es esencial para la iglesia. “Nuestro Señor quiso que su iglesia reflejase al mundo la plenitud y suficiencia que hallamos en él. Constantemente estamos recibiendo de la bondad de Dios, y al impartir de ella hemos de representar al mundo el amor y la beneficencia de Cristo. Mientras todo el cielo está en agitación, enviando mensajeros a todas las partes de la Tierra para llevar adelante la obra de redención, la iglesia del Dios viviente debe colaborar también con Cristo. Somos miembros de su cuerpo místico. Él es la cabeza, que rige a todos los miembros del cuerpo. Jesús mismo, en su misericordia infinita, está obrando en los corazones humanos, efectuando transformaciones espirituales tan asombrosas que los ángeles las miran con asombro y gozo”.1
Sin unidad, la iglesia fracasará en el cumplimiento de su sagrada misión.

La unidad hace que los esfuerzos de la iglesia sean efectivos. En este mundo, desgarrado por la disensión y los conflictos, el amor y la unidad entre los miembros de iglesia de diferentes personalidades, temperamentos y disposiciones testifica a favor del mensaje de la iglesia con mayor poder que ninguna otra cosa. Por un lado, esta unidad provee evidencia incontrovertible de su conexión con el Cielo y de la validez de sus credenciales como discípulos de Cristo (Juan 13:35). Comprueba el poder de la Palabra de Dios.
Por otro lado, los conflictos y la falta de unidad entre los profesos cristianos han producido desánimo en los no creyentes, y han levantado lo que probablemente sea el mayor obstáculo a su aceptación de la fe cristiana. La verdadera unidad entre los creyentes aplaca esta actitud. Cristo declaró que la unidad sería una de las principales evidencias ante el mundo de que él es su Salvador (Juan 17:23).

La unidad revela la realidad del Reino de Dios. Una iglesia verdaderamente unida revela que sus miembros son serios en su expectativa de vivir juntos en el cielo. La unidad en el mundo demuestra la realidad del Reino eterno de Dios. En la vida de quienes viven de este modo, se cumple el siguiente pasaje bíblico: “¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía!” (Sal. 133:1).

La unidad muestra la fortaleza de la iglesia. La unidad produce fortaleza; y la desunión, debilidad. Una iglesia es verdaderamente próspera y fuerte cuando sus miembros están unidos con Cristo y los unos con los otros, trabajando en armonía por la salvación del mundo. Únicamente entonces llegan a ser, en el verdadero sentido del término, “colaboradores de Dios” (1 Cor. 3:9).
La unidad cristiana constituye un desafío para nuestro mundo cada vez más falto de unidad, desgarrado por el egoísmo y el orgullo. La iglesia unificada exhibe la respuesta que necesita una sociedad dividida por culturas, razas, casta, sexos y nacionalidades. Una iglesia unificada resistirá los ataques satánicos. De hecho, los poderes de las tinieblas son impotentes contra la iglesia cuyos miembros se aman unos a otros como Cristo los ha amado a ellos.
El hermoso y positivo efecto que tiene una iglesia unida puede compararse con la actuación de una orquesta. En los momentos anteriores a la aparición del director, cuando los músicos están ocupados en afinar sus instrumentos, se escucha una disonancia. Cuando el director aparece, el ruido caótico se detiene, y todos los ojos se dirigen a él. Cada miembro de la orquesta se sienta en su lugar, listo para actuar a una señal de quien dirige. Al seguir sus indicaciones, la orquesta produce música bella y armoniosa.
“La unidad en el cuerpo de Cristo significa fundir el instrumento de mi vida en la gran orquesta de los llamados, bajo la batuta del divino Director. A una señal suya, y siguiendo la partitura original de la Creación, tenemos el privilegio de interpretar para beneficio de la humanidad la sinfonía del amor de Dios”.2
El logro de la unidad
Para que la iglesia experimente unidad, los creyentes deben cooperar con la Deidad para lograrla. ¿Cuál es la fuente de unidad y cómo es posible obtenerla? ¿Qué papel les toca desempeñar a los creyentes?

La fuente de unidad. La Escritura señala que la unidad halla sus fuentes en (1) el poder preservador del Padre (Juan 17:11); (2) en la gloria del Padre, que Cristo les impartió a sus seguidores (Juan 17:22); y (3) en la morada interior de Cristo en los creyentes (Juan 17:23). El Espíritu Santo, “el Espíritu de Cristo”, que se manifiesta en medio del cuerpo de Cristo, es el poder cohesivo y la presencia que mantiene a todos los segmentos unidos entre sí.
Como el eje y los rayos de una rueda, mientras más se acercan los miembros de la iglesia (los rayos) a Cristo (el eje), más cerca se hallan unos de otros. “El secreto de la verdadera unidad en la iglesia y en la familia no estriba en la diplomacia ni en la administración, ni en un esfuerzo sobrehumano para vencer las dificultades –aunque habrá que hacer mucho de esto– sino en la unión con Cristo”.3

El Espíritu Santo como unificador. En su carácter de “Espíritu deCristo” y el “Espíritu de verdad”, el Espíritu Santo produce unidad.
1. El foco de la unidad. Cuando el Espíritu entra en los creyentes, hace que trasciendan los prejuicios humanos basados en la cultura, la raza, el sexo, el color, la nacionalidad y la posición social (ver Gál. 3:26-28). El Espíritu logra esto al traer la presencia de Cristo al corazón. Todo aquel que lo reciba pondrá su atención en Jesús y no en sí mismo. Su unión con Cristo establece el vínculo de unidad entre los creyentes, que es el fruto del Espíritu que mora en el interior. Entonces se minimizarán sus diferencias y se unirán en la misión de glorificar a Jesús.

2. El papel de los dones espirituales en el logro de la unidad. ¿Cuán alcanzable es el blanco de la unidad de la iglesia? Cuando Cristo comenzó su obra mediadora junto a su Padre en el cielo, aseguró que el blanco de unir a su pueblo no era una ilusión. A través del Espíritu Santo, impartió dones especiales específicamente destinados a establecer “la unidad de la fe” entre los creyentes.
Al analizar esos dones, Pablo dijo que Cristo mismo “constituyó a unos apóstoles; a otros, profetas; a otros evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efe. 4:11-13).
Estos dones especialísimos están designados para desarrollar la “unidad del Espíritu” hasta que llegue a ser la “unidad de la fe” (Efe. 4:3, 13), de modo que los creyentes lleguen a ser maduros y firmes, y dejen de ser “niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error” (Efe. 4:14; ver el cap. 17 de esta obra).
Gracias a estos dones, los creyentes proclaman la verdad en amor y crecen en Cristo, la Cabeza de la iglesia, desarrollando una unidad dinámica de amor. Pablo enseña que, en Cristo, “todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor” (Efe. 4:16).

3. La base de la unidad. Es en su calidad de “Espíritu de verdad” (Juan 15:26) como el Espíritu Santo obra para cumplir la promesa de Cristo. Su tarea es guiar a los creyentes a toda la verdad (Juan 16:13). Es claro, entonces, que la base de la unidad es la verdad centrada en Cristo.
La misión del Espíritu es guiar a los creyentes a la verdad tal como es en Jesús. Dicho estudio tiene un efecto unificador. Sin embargo, el mero estudio no es suficiente para producir la verdadera unión. Esta se produce únicamente al creer, vivir y predicar la verdad como es en Jesús. La comunión, los dones espirituales y el amor son muy importantes, pero su plenitud viene únicamente con la presencia de aquel que dijo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida” (Juan 14:6). Cristo oró: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17:17). Con el fin de experimentar la unidad, los creyentes, entonces, deben recibir la luz tal como brilla en la Palabra.
Cuando esta verdad, tal como es en Jesús, mora en el corazón, lo refina, lo eleva y purifica la vida, eliminando todo prejuicio y toda causa de aflicción. El creyente “puede crecer en Cristo, su cabeza viviente. No es tarea de un momento, sino de toda una vida. Creciendo diariamente en la vida divina, no alcanzará la completa estatura de un hombre perfecto en Cristo hasta que cese su tiempo de prueba. El crecimiento es una tarea continua. Los hombres con pasiones encendidas están constantemente en conflicto consigo mismos, pero cuanto más dura sea la batalla tanto más gloriosas serán la victoria y la recompensa eterna”.4

El nuevo mandamiento de Cristo. Tal como sucedió con el hombre, la iglesia fue hecha a la imagen de Dios. Tal como cada uno de los miembros de la Deidad ama a los otros, así también los miembros de la iglesia se amarán entre sí. Cristo ha mandado a los creyentes que demuestren su amor a Dios al amar a los demás como a sí mismos (Mat. 22:39).
El mismo Señor Jesús proveyó la máxima aplicación del principio del amor, en el Calvario. Precisamente antes de su muerte, extendió su mandato anterior, dándoles a sus discípulos un nuevo mandamiento: “Que os améis unos a otros como yo os he amado” (Juan 15:12; comparar con 13:34). En otras palabras, “yo les pido a ustedes que no hagan valer sus derechos, que no se empeñen en recibir lo que les corresponde porque si no llevarán el caso a los tribunales. Les pido que entreguen sus espaldas al látigo; que vuelvan la otra mejilla; que soporten las acusaciones falsas, los insultos y las burlas; y que se entreguen para ser maltratados, quebrados, clavados a una cruz y enterrados, si eso es lo que se necesita para amar a otros. En eso consiste amar a otros como yo los amo a ustedes”.

1. La imposibilidad posible. ¿Cómo podemos amar así como Cristo amó? ¡Es imposible! Cristo pide lo imposible, pero él puede lograr lo imposible. Su promesa es: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32). La unidad en el cuerpo de Cristo tiene aspectos de encarnación: la unidad de los creyentes con Dios por medio de la Palabra que se hizo carne. También tiene aspectos de relación: la unidad de los creyentes por medio de sus raíces comunes en la Vid. Y finalmente, está arraigada en la Cruz: el amor del Calvario que nace en los creyentes. “Amar como Cristo amó significa manifestar abnegación en todo tiempo y en todo lugar, mediante palabras bondadosas y miradas agradables. Esto no les cuesta nada a aquellos que lo hacen, pero dejan tras sí una fragancia que envuelve el alma. Su efecto nunca puede ser estimado. No solo es una bendición para el que las recibe, sino también para el dador, porque reaccionan sobre él. El amor genuino es un atributo precioso de origen celestial, el cual aumenta en fragancia en proporción a lo que se comparte con otros”.5

2. Unidad en la Cruz. La unidad de la iglesia se realiza en la Cruz. Únicamente cuando nos damos cuenta de que no amamos como Jesús y que en verdad no podemos hacerlo, es que admitimos nuestra necesidad de su presencia permanente, y creemos lo que dijo: “Separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5). En la Cruz nos damos cuenta de que Cristo no murió exclusivamente por nosotros, sino por todos los habitantes del mundo. Esto significa que ama a todas las nacionalidades, razas, colores y clases. A todos los ama igualmente, no importa cuáles sean sus diferencias. Por esto, la unidad está arraigada en Dios. La visión estrecha del ser humano tiende a separar a las personas. La Cruz disipa la ceguera humana y coloca el precio divino en los seres humanos. Muestra que ninguno carece de valor. Todos son amados. Si Cristo los ama, nosotros también debemos hacerlo.
Cuando Cristo predijo que su crucifixión atraería a todos a él, quería decir que el poder magnético de atracción de él mismo, el mayor de todos los sufrientes, era lo que produciría unidad en su cuerpo, la iglesia. El vasto abismo que separa al Cielo de nosotros, el cual Cristo cruzó, hace que sea insignificante la pequeña distancia que significa cruzar una calle o una ciudad para alcanzar a nuestro prójimo.
El Calvario significa: “Sobrellevad los unos las cargas de los otros” (Gal. 6:2). Cristo llevó la carga completa de la humanidad, que oprimió su vida hasta la muerte, a fin de que pudiera concedernos vida a nosotros, y libertarnos para que nos pudiésemos ayudar mutuamente.

Pasos hacia la unidad. La unidad no sucede automáticamente. Los creyentes deben dar ciertos pasos para obtenerla.

1. Unidad en el hogar. Un ambiente ideal para ensayar la unidad de la iglesia lo provee el hogar (ver el cap. 23 de esta obra). Si en el hogar aprendemos a ejercer dirección sabia, bondad, gentileza, paciencia y amor con la Cruz en su centro, entonces podremos aprender la aplicación de esos principios en la iglesia.

2. Procúrese la unidad. Nunca lograremos obtener la unidad a menos que trabajemos concienzudamente para lograrla. Y nunca podremos sentirnos complacidos y considerar que ya la hemos logrado. Debemos orar cada día por la unidad, y cultivarla cuidadosamente.
Necesitamos minimizar las diferencias y evitar las discusiones acerca de puntos no esenciales. En vez de enfocar nuestra atención en lo que nos divide, deberíamos hablar acerca de las numerosas y preciosas verdades que nos unen. Hablemos de la unidad y oremos para que la oración de Cristo sea cumplida. Al hacer eso, podemos desarrollar la unidad y armonía que Dios desea que tengamos.

3. Trabajemos unidos hacia un blanco común. La iglesia no experimentará la unidad hasta que, actuando como un solo hombre, se empeñe en la proclamación del evangelio de Jesucristo. Dicha misión provee una preparación ideal para aprender la armonía. Debemos enseñar a los creyentes que son todos partes individuales de la gran familia de Dios, y que la felicidad del conjunto depende del bienestar de cada creyente.
En su ministerio, Cristo unió la restauración del alma con la restauración del cuerpo. Cuando envió a sus discípulos en su misión, insistió en un énfasis similar: la predicación y la sanidad (Luc. 9:2; 10:9).
Así, la iglesia de Cristo debe realizar tanto la obra de predicación –el ministerio de la Palabra– como la obra médica misionera. Ninguna de esas fases de la obra de Dios debe ser llevada en forma independiente, ni llegar a absorber todos los esfuerzos del grupo. Como en los días de Cristo, nuestra obra en favor de las almas debe hacerse en forma equilibrada, y sus elementos deben trabajar unidos en armonía.
Los que están involucrados en las diversas fases de la obra de la iglesia deben cooperar estrechamente si desean impartir con poder al mundo la invitación evangélica. Algunos piensan que la unidad implica la consolidación en procura de la eficiencia. Sin embargo, la metáfora del cuerpo indica que cada órgano, grande o pequeño, es importante. El plan de Dios para su obra mundial es la cooperación, no la rivalidad. De este modo, la unidad en el cuerpo de Cristo se convierte en una demostración del amor abnegado de Cristo que fue revelado en la Cruz en forma tan magnífica.

4. Hay que desarrollar una perspectiva global. Una iglesia no exhibe verdadera unidad a menos que se halle activamente comprometida con el fortalecimiento de la obra de Dios en todo lugar del mundo. La iglesia debe hacer todo lo que esté de su parte con el fin de evitar el aislamiento nacional, cultural o regional. Si han de lograr la unidad de juicio, propósito y acción, los creyentes de diversas nacionalidades deben mezclarse y servir juntos.
La iglesia debe cuidar de no cultivar intereses nacionales separados, lo que dañaría su unidad y su misión mundiales. Los dirigentes de la iglesia deben operar de tal modo que preserven la igualdad y la unidad, cuidando de no desarrollar programas o instalaciones en un área cualquiera que deba ser financiada a expensas del avance de la obra en otras zonas del mundo.

5. Evítense actitudes que dividen. Las actitudes de egoísmo, orgullo, confianza propia, suficiencia propia, superioridad, prejuicio, crítica, denuncias y acusaciones mutuas entre los creyentes contribuyen a la desunión en la iglesia. A menudo, se advierte detrás de estas actitudes la pérdida del primer amor que provee la experiencia cristiana. Una nueva mirada al don de Dios en Cristo en el Calvario puede renovar el amor de los unos para con los otros (1 Juan 4:9-11). La gracia de Dios, impartida por el Espíritu Santo, puede subyugar esas fuentes de desunión en el corazón natural.
Cuando una de las iglesias del Nuevo Testamento enfrentó una situación de desunión, Pablo aconsejó a sus miembros, diciendo: “Andad en el Espíritu” (Gál. 5:16). Por medio de constante oración, debemos buscar la conducción del Espíritu, quien nos guiará a la unidad. Caminar en el Espíritu produce el fruto del Espíritu: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y temperancia, todo lo cual constituye un poderoso antídoto contra la desunión (Gál. 5:22, 23).
El apóstol Santiago advierte contra otra raíz de desunión, al condenar la tendencia de basar nuestro tratamiento de los individuos en su riqueza o en su nivel social. El apóstol denuncia este favoritismo con un fuerte lenguaje: “Si hacéis acepción de personas, cometéis pecado y quedáis convictos por la ley como transgresores” (Sant. 2:9). Por cuanto Dios es imparcial (Hech. 10:34), no deberíamos mostrar deferencia a ciertos miembros de iglesia más que a otros por su posición, riqueza o capacidad. Podemos respetarlos, pero no debemos considerarlos más preciosos a la vista de nuestro Padre celestial que el más humilde hijo de Dios. Las palabras de Cristo deberían guiar nuestra perspectiva: “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mat. 25:40). Cristo se halla representado no solo en los miembros más dotados de la iglesia sino también en la persona de los más humildes. Todos son sus hijos y, por lo tanto, tienen la misma importancia para él.
Así como nuestro Señor, el Hijo del Hombre, se convirtió en hermano de todo hijo e hija de Adán, también nosotros, que somos sus seguidores, somos llamados a que, unidos en pensamiento y misión, extendamos las manos en un esfuerzo redentor a nuestros hermanos y hermanas de “toda nación, tribu, lengua y pueblo” (Apoc. 14:6).
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Referencias
1. Elena de ­White, Testimonios para la iglesia, t. 5, p. 683.
2. Benjamín F. Reaves, “What Unity Means to Me” [Lo que la unidad significa para mí] Adventist Review (4 de diciembre de 1986), p. 20.
3. White, El hogar cristiano (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2013), p. 147.
4. __________, Testimonios para la iglesia, t. 4, p. 360.
5. __________, Nuestra elevada vocación (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 1962), p. 233.

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